Sabemos que madres y padres son quienes construyen la autoestima de sus hijas e hijos. Pero lo que pasa inadvertido es que esta faena la realizan en la cotidianeidad, con acciones que se observan como ordinarias.
Yo he sido una figura desconcertante para mi padre —¿quién no lo es, en cierta medida, para sus padres?—, pero eso no le impidió intentar, si bien no comprenderme a cabalidad (pues eso habría sido quimérico), asir las particularidades de las que yo estaba hecho. Quiero decir que mi padre puede que no haya entendido todas mis formas —nuevamente, ¿quién entiende realmente todas las formas de los demás?—, pero buscó verlas y distinguirlas para vincularse conmigo. Sabía, por ejemplo, cuál era la estética con la que vestía de adolescente, qué tipo de música me acompañaba y qué autores formaban parte de mi discurso, del modelo filosófico con el que iba procurando concebir la vida. Y no es que lo aprobara o lo desaprobara: aun cuando se tratara de un estilo alejado del suyo, simplemente se mantenía como un espectador que acepta la realidad teatral que se pone en escena e interactúa con los elementos de esa misma propuesta. El rol que asumió, a mi entender, era el de validar en quien me iba convirtiendo yo.
De hecho, las memorias más reconfortantes que tengo con mi padre se relacionan con esta vivencia emocional de validación. Mi padre llegando por la madrugada de un viaje de trabajo y yo esperándolo para recibir una cuota de ese vínculo. Él llegaba a casa y, luego del abrazo reglamentario, abría las maletas para mostrarme lo que me había traído. No es que mi alegría y entusiasmo se debiesen únicamente a una veneración por lo material: es que eso material significaba que mi padre aceptaba quien iba siendo yo. Los polos negros de bandas de rock alternativo, las zapatillas con modelos desacostumbrados, las pulseras, las cadenas, los pines de guitarra… todo ello representaba una escena simbólica en la que mi padre me decía: «Hijo, está bien quien eres».
Lo recuerdo, en un viaje que realizamos en familia a mis 14 años, entrando conmigo a una tienda emblema de ese mundillo subterráneo al que yo consideraba pertenecer. No dijo nada, no criticó. Lo que sí hizo fue ayudarme a elegir prendas de vestir que estoy seguro no le gustaban a él, pero sabía que sí me agradarían a mí. A mis 14 años, no comprendía ciertamente las dimensiones afectivas que este tipo de actos iban fundando. Si hubiese reparado en ello, mi agradecimiento habría sido mayor.
Esta aceptación de mi padre organizó la aceptación que siento hacia mí. Estas acciones tan mundanas y triviales, como comprar ropa y dar regalos, se almacenaron en mi memoria desde mi adolescencia para gestar estados afectivos de validación. A día de hoy, no me es necesario reconstruir constantemente esos recuerdos, puesto que la sensación de aprobación permanece en mí, como un compañero omnipresente que impregna y embebe mi proseguir diario.
Esto es lo que sucede con la validación parental hacia las hijas y los hijos: las acciones que padres y madres van colocando en la realidad construyen memorias que, aunque inconscientes, activan emociones y sentimientos en sus hijas e hijos, estados afectivos que pueden acompañarlos protectoramente por el resto de sus vidas. Este fenómeno psicológico es similar a la formación de fiordos, un tipo de lago. Luego de que un glaciar logre crear una depresión en un valle, este se llena de agua cuando el mar sube de nivel. Este nuevo lago, una vez creado, embellece hacia el futuro el paisaje que lo contiene. Algo similar sucede con las memorias y los estados afectivos de validación: las memorias crean esas emociones y esos sentimientos de aceptación, pero ya creados, se mantienen con vida propia, como los fiordos. Y como los fiordos, es lo que las hijas y los hijos podrán apreciar en su vida diaria: ese estado afectivo de aprobación será lo que puedan sentir, ver y tener la mano. Las memorias, muchas veces, se van olvidando, pero las emociones, así como los lagos, van quedando.
Ese es uno de los regalos más importantes que los padres y las madres le pueden dar a sus hijas e hijos. Este es uno de los regalos más importantes que me dio mi padre.
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