Las nuevas generaciones son un bastión importante en la nueva valoración del mundo emocional. Con el influjo de las investigaciones en psicología, que se transliteran y se divulgan en medios tan masivos como las redes sociales, millennials y centennials han reconocido que las emociones no son las hijas espurias del cerebro y la mente, que no son infames fenómenos a los que rehuirles con el más obstinado temor. En su faena de transformación individual y colectiva, han acogido a las emociones con ternura vallejiana, se han reconciliado con ellas y les han dado una voz, como lo hiciera Julio Ramón Ribeyro en «La palabra del mudo» con aquellos personajes que habitan nuestros mismos espacios sin poder ser escuchados.
Esta mutación (de sociedades en las que las emociones eran sinónimo de debilidad a periodos en los que son inseparables de cualquier quehacer humano) ha hecho no solo que el léxico emocional forme parte de nuestro propio vocabulario, sino que se valide toda nuestra gama emocional. Esto significa que le hemos otorgado valor a cada emoción que experimentamos, pues comprendemos que son integrantes naturales de nuestra biología, que cumplen una función y que existen para ayudarnos a afrontar la realidad. Así, se ha pasado de ejercer la «desacreditación emocional» (costumbre que denigraba a las emociones y a las personas que las expresaban) a practicar la «validación emocional», hábito mediante el cual se reconoce que cualquier emoción que sentimos es perfectamente aceptable y tiene un valor.
Sin embargo, en este derrotero, hemos cometido un franco yerro: hemos confundido «validación de las emociones» con «validación de la intensidad de las emociones». So pretexto de aceptación de todas las emociones, ya no solo consideramos que el enojo, la tristeza y el miedo son entidades biológicas válidas que merecen un espacio y una expresión adecuada, sino que, además, cotizamos al alza la intensidad con la que se presentan estas emociones, es decir, el grado o vehemencia con que acontecen. Básicamente, sin reparar en lo nociva o tóxica que pueda ser la intensidad de una emoción para nosotras o nosotros, o para los demás, exigimos que se honre, como si de un estado afectivo saludable se tratase. Esta confusión engendra un statu quo en el que toda la gradación emocional (por ejemplo, desde el enojo más leve hasta el más drástico) debe ser venerada. De esta suerte, el enojo más violento o la tristeza más desoladora deben ser validadas por los demás espectadores.
Pero este error contraviene el fundamento de todo el movimiento en pro de la validación de las emociones: el incremento del bienestar. Fue la búsqueda del bienestar la que se asentó como el pilar para que aprendamos a reconocer como legítimas nuestras emociones. Fue el deseo por sentirnos mejor el que motivó el abrazo fraterno hacia todos nuestros afectos. Empero, como ya habrán notado, validar los matices más impetuosos de las emociones, aquellos que deterioran y estropean nuestra salud mental por tener una intensidad muy elevada, se aleja abisalmente del bienestar y, con ello, de lo saludable. Aceptar y solicitar que se acepten la ira más furibunda, la tristeza más desconsolada y la ansiedad más tremebunda es un contrapropósito si tenemos en cuenta que nos orientamos hacia el bienestar.
No es tarde, a pesar de ello, para retornar al punto de inicio en el cual lo válido era darles un lugar a nuestras emociones, sin que ello signifique vulnerar nuestra salud. Podemos, con prontitud, volver a validar los afectos siempre y cuando se presenten con una intensidad saludable.
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