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"Crepúsculo": Lee un fragmento de la nueva novela "Sol de medianoche"

Lee un extracto de
Lee un extracto de "Sol de medianoche", la nueva novela en la saga de "Crepúsculo". | Fuente: PRH

Lee un extracto de "Sol de medianoche", quinta novela de la saga "Crepúsculo", que retoma el romance entre Edward y Bella. Ya se encuentra a la venta en las librerías de todo el país.

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La historia de amor entre Edward Cullen y Bella Swan se retoma en "Sol de medianoche", quinta novela que forma parte de la saga "Crepúsculo". En esta ocasión, la escritora Stephenie Meyer decide revisitar la historia a través de los ojos del vampiro. De esta manera, toma un cariz nuevo y definitivamente oscuro.

"Sol de medianoche" ya se encuentra a la venta en las librerías de todo el país al precio de S/. 89.

LEE UN FRAGMENTO DEL PRIMER CAPÍTULO

Stephenie Meyer retoma la saga de
Stephenie Meyer retoma la saga de "Crepúsculo" desde el punto de vista de Edward Cullen. | Fuente: Lions Gate

Era ese momento del día en el que más deseaba ser capaz de dormir.

El instituto.

¿O sería «purgatorio» la palabra correcta? De existir siquiera alguna manera de expiar mis pecados, esto debería contar en alguna medida a la hora de hacer balance. No, no me acostumbraba al tedio; cada día se me antojaba más monótono aún que el anterior, si cabe.

Quizá se pudiera considerar esto mi modo de dormir, si el sueño se definiera como un estado inerte entre los periodos de actividad.

Tenía la mirada perdida en las grietas que recorrían el enlucido del rincón opuesto de la cafetería y me imaginaba que formaban unos dibu­jos que en realidad no estaban ahí. Esa era una de las maneras de blo­ quear la riada de voces que me farfullaban en la cabeza.

Eran varios los cientos de esas voces a las que hacía caso omiso por puro aburrimiento.

En cuanto a la mente humana, lo había oído todo ya, hasta la saciedad y un poco más. Hoy, lo que consumía el pensamiento de todo el mundo era el insignificante drama de la nueva incorporación al reducido cuerpo del alumnado. Qué poco bastaba para alterarlos. Había visto aquel nuevo ros­ tro repetido en un pensamiento detrás de otro, desde todos los ángulos. Una chica humana normal y corriente. La expectación por su llegada era algo tan predecible que resultaba agotador: la misma reacción que obten­ dría uno al mostrarle un objeto brillante a un grupo de críos de dos años. La mitad de los miembros masculinos de aquel alumnado tan borreguil ya se imaginaban prendados de ella, tan solo porque era algo nuevo que les ha­ bían puesto delante. Hice un mayor esfuerzo por no prestarles atención.

Solo eran cuatro las voces que bloqueaba por cortesía más que por repulsión: las de mi familia, mis dos hermanos y mis dos hermanas, que ya estaban tan acostumbrados a la falta de intimidad en mi presencia que rara vez se preocupaban por ello. Yo les daba lo que estaba en mi mano. Intentaba no escuchar siempre que podía evitarlo.

Y, aun así, por mucho que lo intentara… lo sabía.

Rosalie, como de costumbre, estaba pensando en sí misma: su mente era como una charca de agua estancada que contenía muy po­ cas sorpresas. Había captado fugazmente un reflejo de su perfil en las gafas de alguien y ahora meditaba sobre su perfección. Nadie tenía el cabello de un tono más semejante al verdadero color del oro, nadie tenía una silueta que fuese un reloj de arena tan perfecto, nadie tenía el rostro como un óvalo tan simétrico e inmaculado. No se comparaba con los humanos que había allí; tal yuxtaposición habría resultado ri­ sible, absurda. Ella pensaba en otros como nosotros, ninguno de ellos a su altura.

Emmett, que solía mostrarse despreocupado, tenía el rostro fruncido en un gesto de frustración. Ahora mismo se estaba pasando una de esas manazas por los rizos de ébano y se retorcía los cabellos en el puño. Aún estaba que echaba humo por el combate de lucha que había perdido contra Jasper durante la noche. Tendría que recurrir a toda su limitada paciencia para ser capaz de aguantar hasta el final de la jornada escolar y organizar una revancha entonces. Nunca me sentía como un entrometi­ do al escuchar los pensamientos de Emmett, porque él jamás pensaba nada que no pudiese decir en voz alta o poner en práctica. Es posible que solo me sintiese culpable leyéndoles el pensamiento a los demás porque sabía que ahí dentro habría cosas que ellos no deseaban que yo supiese. Si la mente de Rosalie era una charca de agua estancada, la de Emmett era un lago cristalino sin la menor sombra.

Y Jasper estaba… sufriendo. Contuve un suspiro.

Edward. Alice pronunció mi nombre mentalmente y captó mi aten­ción de inmediato.

Era exactamente igual que si lo hubiera dicho en voz alta. Me alegra­ ba de que mi nombre se hubiera ido pasando de moda en las últimas décadas: qué molesto había sido en el pasado; siempre que alguien pen­ saba en algún Edward, yo volvía la cabeza en un acto reflejo.

Ahora no la volví. A Alice y a mí se nos daban bien aquellas con­ versaciones privadas. Era raro que alguien nos descubriese. No aparté la mirada de las grietas del enlucido.

¿Cómo lo está llevando?, me preguntó.

Fruncí el ceño, un leve cambio en la colocación de los labios. Nada que nos delatase ante los demás. Bien podría estar frunciendo el ceño de puro aburrimiento.

Jasper llevaba demasiado tiempo inmóvil. No estaba interpretando los tics humanos tal y como debíamos hacerlo todos, en movimiento constante para no destacar, igual que Emmett se tiraba del pelo, Rosalie cruzaba las piernas hacia un lado y después hacia el otro, Alice daba unos toquecitos con la punta de los pies en el linóleo del suelo o yo me dedi­ caba a mover la cabeza para quedarme mirando los distintos dibujos en las paredes. Jasper parecía estar petrificado, con ese porte esbelto tan er­ guido, tanto que ni siquiera los cabellos color miel parecían reaccionar al aire que llegaba desde las rejillas de ventilación.

Los pensamientos de Alice adquirieron entonces un tono de alarma, y vi en su mente que estaba observando a Jasper con su visión periférica.

¿Hay algún peligro? Se adelantó y estudió el futuro inmediato, revolvien­ do entre aquellas visiones de monotonía en busca del origen de mi gesto fruncido. Incluso mientras lo hacía, no dejó de acordarse de colocar uno de los puños, tan pequeños, bajo el mentón afilado y parpadear con re­ gularidad. Se apartó de los ojos un mechón de esos cabellos oscuros, cortos e irregulares.

Volví la cabeza muy despacio hacia la izquierda, como si me estuvie­ se fijando en los ladrillos de la pared, suspiré y la giré hacia la derecha, de vuelta a las grietas del techo. Los demás asumirían que estaba interpre­ tando el papel de humano. Solo Alice sabía que le estaba haciendo un gesto negativo con la cabeza.

Se relajó. Me lo dirás, si la cosa se pone fea.

Moví únicamente los ojos, arriba hasta el techo y de nuevo hacia abajo.

Gracias por hacer esto.

Me alegré de no poder responderle en voz alta. ¿Qué le iba a decir?

¿«Un placer»? No lo era, precisamente. No disfrutaba aguzando el oído para captar los conflictos de Jasper. ¿De verdad era necesario hacer este tipo de experimentos? ¿No sería más seguro reconocer sin más que tal vez Jasper nunca iba a ser capaz de controlar su sed igual de bien que el resto de noso­ tros, en lugar de llevarlo hasta el límite? ¿Por qué arriesgarse a la catástrofe? Habían pasado dos semanas desde nuestra última salida de caza. No es que fuese un intervalo de tiempo poco manejable para el resto de nosotros. Un tanto incómodo sí, de vez en cuando: si un humano se acercaba dema­ siado, si el viento soplaba en la dirección inadecuada. Aunque los humanos rara vez se acercaban demasiado. El instinto les decía lo que su pensamien­to consciente jamás entendería: éramos un peligro que debían evitar.

Ahora mismo, Jasper era muy peligroso.

No sucedía con frecuencia, pero de tanto en tanto me sorprendía la inconsciencia de los humanos que teníamos a nuestro alrededor. Todos estábamos tan acostumbrados a ello que siempre nos lo esperábamos, pero en ocasiones parecía más llamativo de lo normal. Ninguno de ellos reparaba en nosotros, allí, pasando el rato en aquella sufrida mesa de la cafetería, a pesar de que una manada de tigres ocupando nuestro lugar sería menos letal que nosotros. Ellos no veían más allá de cinco personas de aspecto raro, lo bastante parecidas a seres humanos como para que colase. Costaba imaginarse lo de sobrevivir con unos sentidos tan increí­ blemente torpes.

En ese momento, una chica bajita se detuvo en el extremo de la mesa más cercana a la nuestra, para hablar con una amiga. Se quitó el pelo pajizo de la cara y se lo peinó con los dedos. Los conductos de la calefac­ ción proyectaron su olor hacia nosotros. Estaba acostumbrado a lo que me hacía sentir aquel olor: el dolor seco en la garganta, el vacío del ansia en el estómago, la tensión automática en los músculos, el excesivo flujo de veneno en la boca.

Todo esto era bastante normal, y solía resultar sencillo no hacerle caso. Era más difícil justo ahora, con unas reacciones más fuertes, multi­ plicadas por dos, mientras observaba a Jasper.

Jasper estaba dejando volar la imaginación. Lo estaba visualizando: se imaginaba que se levantaba de su asiento junto a Alice y se acercaba a aquella chica bajita. Se inclinaría y se aproximaría más, como si fuera a su­ surrarle algo al oído, y dejaría que sus labios acariciasen el arco de su garganta. Se imaginaba el pulso de aquella chica bajo la frágil barrera de su piel y la sensación que tendría en su boca…

Le di un puntapié a su silla.

Me sostuvo la mirada, con sus ojos negros cargados de resentimiento por un instante, y, acto seguido, bajó la vista. Podía oír la batalla que li­ braban la vergüenza y la rebeldía en su cabeza.

—Lo siento —masculló Jasper. Me encogí de hombros.

—No ibas a hacer nada —le murmuró Alice para calmar la desazón que sentía él—. He podido verlo.

Reprimí la mirada de extrañeza que delataría la mentira de Alice. Teníamos que mantenernos unidos, ella y yo, y no era fácil eso de ser los bichos raros entre los que ya eran de por sí unos bichos raros. Protegía­ mos mutuamente nuestros secretos.

—Sirve de ayuda pensar en ellos como personas —sugirió Alice con un tono de voz agudo y musical a una velocidad demasiado elevada como para que los oídos humanos lo entendiesen, de haber habido algu­ no lo bastante cerca como para oírlo—. Se llama Whitney. Tiene una hermana pequeña a la que adora. Su madre invitó a Esme a aquella fiesta en el jardín, ¿te acuerdas?

—Ya sé quién es —dijo Jasper cortante, y le dio la espalda para que­ darse mirando por uno de los ventanucos colocados justo debajo de los aleros, a intervalos regulares por la sala alargada. Su tono de voz le puso fin a la conversación.

Tendría que salir de caza esta noche. Era ridículo arriesgarse de esta manera, tratar de poner a prueba su fortaleza, hacerle ganar resistencia. Jasper debería aceptar sus limitaciones y trabajar dentro de ellas.

Alice suspiró en silencio, se levantó, cogió su bandeja —su atrezo, por así decirlo— para llevársela y dejarlo en paz. Sabía reconocer el momento en que Jasper se hartaba de que ella le diese aquellos ánimos. Aunque Rosa­lie y Emmett eran más descarados con su relación, eran Jasper y Alice los que conocían todas y cada una de las necesidades del otro como si fueran las suyas. Como si ellos también pudieran leer la mente, pero solo la del otro.

Edward.

Reacción refleja. Me volví hacia el sonido de mi nombre, aunque nadie lo había pronunciado, tan solo pensado.

Durante medio segundo, me sostuvieron la mirada un par de ojos grandes, marrones como el chocolate, dispuestos en un rostro de piel pálida con forma de corazón. Reconocí esa cara, aunque no la había visto por mí mismo hasta entonces. Había estado muy presente en todas aquellas cabezas humanas en el día de hoy. La nueva alumna, Isabella Swan. La hija del jefe de policía del pueblo, a la que habían traído a vivir aquí por alguna cuestión relacionada con su custodia. Bella. Había co­ rregido a todos los que la habían llamado por su nombre completo.

Aparté la mirada, aburrido. Tardé un segundo en percatarme de que no había sido ella quien había pensado en mi nombre.

Por supuesto que ya está coladita por los Cullen, oí que proseguía el primer pensamiento.

Entonces reconocí esa «voz».

Jessica Stanley: hacía tiempo que no me daba la lata con sus coto­rreos interiores. Qué alivio había supuesto que por fin superase aquella fijación tan desencaminada. Resultaba prácticamente imposible escapar de esa manera suya tan constante y ridícula de soñar despierta. En aque­ lla época, sentía el deseo de poder explicarle con exactitud lo que habría sucedido de haberle acercado lo más mínimo los labios… y los dientes que venían detrás. Eso habría acallado aquellas fantasías tan molestas. Pensar en su reacción casi me arrancó una sonrisa.

Para lo que le iba a servir a la chica, continuaba Jessica. La verdad es que ni siquiera es guapa. No sé por qué la mira tanto Eric… o Mike.

Mentalmente, la chica dio un respingo con aquel último nombre. Mike Newton, su nueva obsesión y un chico que por lo general gozaba de popularidad, se mostraba por completo indiferente ante ella. Al pare­cer, no tanto con la chica nueva. Otro crío que intentaba agarrar el obje­to reluciente. Esto le dio un aire de maldad a los pensamientos de Jessi­ca, que sin embargo se mostraba cordial de cara al exterior con la recién llegada mientras le explicaba lo que todo el mundo sabía sobre mi fami­lia. La alumna nueva debía de haberle preguntado sobre nosotros.

Hoy me mira todo el mundo a mí también, pensó Jessica con suficien­cia. ¿No es una suerte que Bella tenga dos clases conmigo? Seguro que Mike querrá preguntarme por ella…

Traté de bloquear aquella cháchara insulsa para que no se me metie­ ra en la cabeza antes de que algo tan nimio y trivial me volviese loco.

—Jessica Stanley le está contando todos los trapos sucios del clan Cullen a esa chica nueva, Swan —le murmuré a Emmett a modo de distracción.

Se rio entre dientes. Espero que sea algo que merezca la pena, pensó él.

—Le ha puesto muy poca imaginación, la verdad. Apenas un atisbo de escándalo. Ni un ápice de terror. Me deja un poco decepcionado.

¿Y la chica nueva? ¿También se ha quedado decepcionada con el cotilleo?

Afiné el oído para escuchar lo que pensaba esa tal Bella, la chica nue­ va, sobre la historia de Jessica. ¿Qué veía ella cuando miraba a aquella familia de piel blanca como la tiza a la que todo el mundo evitaba?

Conocer su reacción formaba parte de mi responsabilidad. Yo hacía las veces de explorador —a falta de un término más adecuado— en mi familia. Para protegernos. Si alguien empezaba a sospechar alguna vez, yo podía advertir con antelación y facilitarnos una retirada sencilla. Al­ guna vez sucedía: algún humano de imaginación inquieta veía en noso­ tros a los personajes de un libro o de una película. Por lo general se equivocaban, pero era mejor marcharse a vivir a alguna otra parte que arriesgarse a que investigaran en profundidad. En alguna ocasión rara, extremadamente rara, alguien acertaba con sus fabulaciones. A esos no les dábamos la oportunidad de poner a prueba su hipótesis. Desapare­ cíamos, simplemente, para convertirnos en poco más que un terrorífico recuerdo.

Hacía décadas que no sucedía algo así.

No oía nada, por mucho que aplicara el oído justo al lado del punto donde continuaba manando a borbotones el frívolo monólogo interior de Jessica. Era como si no hubiera nadie sentado junto a ella. Qué curioso.

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