La Justicia juzga y el gobierno ejecuta. Sus relaciones requieren prudencia y rigor. Lo vemos en el caso de Trump y en el de candidatos excluidos en las elecciones congresales en el Perú
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Desde que apareció la democracia moderna y la teoría clásica de la división de poderes existe un equilibrio precario entre la función judicial y la función ejecutiva. A nivel internacional, lo vemos estos días con la aprobación de un proceso de destitución a Donald Trump. A nivel local, la última variante es la voluntad del Jurado Electoral de Lima de excluir de las elecciones a cerca de cien candidatos.
En efecto, el actual titular de la Casa Blanca es el tercer presidente que enfrenta un proceso parlamentario de destitución, después de Andrew Johnson en el siglo XIX y Bill Clinton a fines del siglo XX. Otro caso célebre, el de Richard Nixon, no llegó concretarse en 1974 porque Nixon optó por renunciar. En el caso de Trump, lo que motiva la denuncia se expresa en dos artículos: abuso de poder en la presión ejercida contra Ucrania para desacreditar a un adversario (Joe Biden) y obstrucción al trabajo del Congreso, por no colaborar con la investigación.
Pero Trump utiliza una retórica agresiva para defenderse. No por casualidad el concepto de “post-verdad” nació el mismo día que prestó juramento, en enero del 2017. La mayoría demócrata de la Cámara de Representantes (con dos excepciones) ha concluido que Trump incurrió en causales de destitución, definidos por la Constitución. Pero la mayoría del Senado está compuesta por Republicanos que no comparten los argumentos de la oposición. Muchos analistas temen por eso que la destitución termine por ser un boomerang que perjudique electoralmente a quienes la proponen. Y en consecuencia, favorezca la reelección de Trump en noviembre del próximo año.
En el caso de las elecciones congresales peruanas, no se trata de un enfrentamiento entre los dos únicos partidos del parlamento, sino entre la mayoría de ellos y la autoridad electoral. Solo en Lima, cerca de cien candidatos podrían ser excluidos por no haber consignado detalles de su patrimonio o de su trayectoria en sus hojas de vida. Las reglas deben ser claras y todos estamos obligados a respetarlas, pero ¿es razonable que tres cabezas de lista no puedan postular por detalles sin relevancia? La palabra final la tiene el Jurado Nacional de Elecciones, que actúa como segunda instancia inapelable y que deberá hallar una fórmula que sepa combinar el rigor del juez con la prudencia del estadista.
Pero en verdad, todas las decisiones políticas deben combinar rigor y prudencia. Un ejemplo urgente es el proceso de ordenamiento del transporte público, tarea que en Lima y Callao corresponde a la todavía flamante Autoridad de Transporte Urbano, ATU. El diagnóstico no puede ser más catastrófico. Hay tres datos que son aplastantes: 1) En una ciudad tan extensa como Lima, un porcentaje de los habitantes pierde más de tres horas cada día en transportarse de sus domicilios a sus centros de trabajo. 2) El desorden es causa de accidentes, cuyo saldo de muertos y heridos equivale, según la Organización Panamericano de Salud, al 0.77 % de nuestro Producto Bruto Interno. 3) Los atascos y la falta de supervisión del parque automotor ha causado que Lima sea una de las ciudades con mayor índice de enfermedades respiratorias, en particular de niños.
El objetivo de la Reforma de Transporte es simple: reemplazar micros, combis y colectivos piratas por buses de 60 pasajeros con choferes asalariados, motivados a respetar los semáforos, los límites de velocidad y el no uso del claxon. Desdichadamente, la informalidad cuenta con el apoyo de mafias y ejerce presión sobre un gobierno que no siempre ha dado muestras de firmeza en la ejecución de sus políticas públicas.
Las cosas como son
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