No hubo en Atapuerca truenos, ni rayos, ni centellas, sino un fenómeno celeste fruto de una tragedia digna de Shakespeare: la aparición real de una nueva estrella en el cielo, casi tan brillante como la Luna.
En el primer acto de Macbeth tres brujas se reúnen en un lugar solitario. “¿Cuándo nos volveremos a ver las tres? ¿En alguna ocasión en que truene y caigan rayos y centellas, o cuando llueva?”, pregunta una. La segunda bruja le contesta: “Nos reuniremos cuando termine el ruido de la batalla, cuando un lado haya ganado y el otro lado haya perdido”. Y la tercera bruja añade: “Eso será antes de la puesta de Sol”.
La cita de las tres brujas podría haber tenido como escenario (con todas las licencias que la literatura permite) el Valle de la Matanza, en Atapuerca, porque no hay drama más sespiriano que el que se desarrolló en este señalado lugar en el verano del año 1054.
No hubo en Atapuerca truenos, ni rayos, ni centellas, sino un fenómeno celeste fruto de una tragedia digna de Shakespeare: la aparición real de una nueva estrella en el cielo, casi tan brillante como la Luna.
Una supernova es la explosión más grande que los humanos hayan contemplado jamás. Es el último aliento de una estrella al morir. La luminosidad resultante es tan colosal que, cuando llega a la Tierra, se observa como la aparición de una nueva estrella.
Un nuevo resplandor alcanzó nuestro planeta ese verano mientras en el Valle de la Matanza una lucha fratricida cambiaba la historia de Castilla: la batalla de Atapuerca.
La muerte del Rey en la batalla
El 1 septiembre de 1054 tuvo lugar la batalla de Atapuerca frente a la sierra del mismo nombre. En ella, Fernando I, rey de León y de Castilla, se enfrentó a su hermano García Sánchez III, rey de Nájera-Pamplona. El de Pamplona contó con la ayuda de Ramiro I de Aragón. En esa reunión de tres reyes, antes de la puesta de Sol, uno acabó perdiendo la batalla y la vida.
La Crónica de Nájera cuenta que el pamplonés murió en el combate. La tradición local localiza la muerte del rey junto a la población de Atapuerca, muy cerca de los famosos yacimientos paleontológicos. El monarca murió en brazos del abad, proclamado santo, Iñigo de Oña, estudioso de los astros, y los navarros velaron a su rey durante la cálida noche de verano. La batalla y la muerte del monarca debieron de estar iluminadas por una luz nueva en el firmamento, la luz fulgurante de una estrella muerta.
De China a Nuevo México
Ese verano de 1054 diversas crónicas recogen el nacimiento de una nueva estrella en el cielo, que había aparecido el 4 de julio en la constelación de Tauro. Su brillo era espectacular, de manera que fue visible en pleno día durante 23 jornadas y siguió siendo observable durante casi dos años. En el momento de máximo fulgor, tal y como recogen las crónicas, era casi tan brillante como la Luna, y capaz de levantar sombras en plena noche.
Seis documentos oficiales chinos mencionan su aparición. Uno de ellos relata: “La estrella… ha sido vista a la luz del día, como Venus”. También se conocen registros escritos en Japón, uno de ellos de un poeta, y en el mundo árabe. En Nuevo México un famoso petroglifo anasazi del siglo XI muestra una luna creciente junto a una estrella muy brillante. La fase lunar y sus posiciones relativas coinciden con lo esperado para comienzos de aquel julio.
Edwin Hubble fue el primero que en 1928 interpretó esa aparición de una nueva estrella como la explosión de una supernova a varios miles de años-luz, denominada SN1054, que hoy es un importante objeto de estudio. Los restos de la explosión formaron la nebulosa del Cangrejo, en la constelación de Tauro.
En la Europa occidental nadie parecía haber dejado constancia de la aparición de SN1054. El abad Íñigo de Oña, probablemente buen observador del cielo, no pudo perdérselo pero dejó ninguna mención al respecto. Se argumenta que la sociedad de la época estaba dominada por el concepto aristotélico de cielos perfectos e inmutables, por lo que entendían estos fenómenos como atmosféricos.
Con el tiempo se descubrieron registros europeos de la aparición de SN1054, pero son más religiosos que astrológicos, y todos ellos refieren el evento antes del verano.
La crónica romana Cronaca Rampona menciona la aparición de una stella clarísima en mayo, a baja altura en el Oeste poco después de la puesta de Sol, en Tauro.
Tenemos confirmación del acontecimiento en otros registros: en Egipto se observó el 11 de abril; también se vio desde Bélgica e Irlanda, y un registro de la muerte de León IX lo sitúa a finales de abril. En mayo hubo registros en China, Armenia y Japón. Los chinos mencionan la estrella desde el 4 de julio.
Durante más de un año fue visible en el cielo nocturno
Con toda la información recogida en cada rincón del mundo, podemos reconstruir lo que ocurrió aquel verano en el firmamento:
Hace miles de años, en el lugar que ahora ocupa la nebulosa del Cangrejo, una estrella explotó como una supernova. La luz generada invirtió miles de años en llegar a nuestro sistema solar. Así, en abril de 1054 apareció en el cielo una nueva estrella.
El fenómeno fue ampliamente observado en el cielo del atardecer. Siguieron unas semanas en las que no se pudo ver por coincidir con el Sol, y luego volvió a ser visible desde el 4 de julio en adelante. Durante todo el resto de 1054 la estrella debió ser de los objetos más brillantes del cielo, menguando lentamente hasta desaparecer.
Las mejores estimaciones le asignan a SN1054 en la fecha de la batalla de Atapuerca un brillo similar al de Venus, lo cual debió ser un fenómeno celeste extraordinariamente llamativo, pero no se menciona en las crónicas.
Las siguientes supernovas tuvieron lugar en 1181 y 1572. La última fue la supernova de Kepler, SN1604, y desde entonces el fenómeno no ha vuelto a darse. El día que ocurra, el firmamento nos volverá a dar la oportunidad de asombrarnos y observar en el cielo de la noche el resplandor de una tragedia cósmica.
Como dice Shakespeare en Hamlet:
“Hay más cosas en el cielo y en la Tierra, Horacio, de las que contempla tu filosofía”.
Jesús Gallego Maestro, Catedrático de Astrofísica, Instituto de Física de Partículas y del Cosmos IPARCOS, Universidad Complutense de Madrid, Universidad Complutense de Madrid y Juan Luis Arsuaga, Catedrático Paleontología. Centro Mixto ISCIII-UCM de Evolución y Comportamiento Humanos. Director científico del Museo de la Evolución Humana, Universidad Complutense de Madrid
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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