El asesinato del adolescente Nahel a manos de la policía francesa ha generado un grave estallido social en las principales ciudades de Francia. Medios internacionales reportan miles de detenidos, cientos de edificios quemados, saqueos, pillaje, violencia callejera y una furia incontenible por parte de millares de jóvenes contra las fuerzas del orden y todo lo que represente a la República.
Es importante recalcar que este tipo de situaciones ya se ha dado con anterioridad. Probablemente el antecedente más grave tuvo lugar el 2005. En octubre de aquel año, dos muchachos de origen africano murieron electrocutados mientras escapaban de un control policial. El Ministro del Interior de aquel entonces, Nicolás Sarkozy, agravó la situación al tildar de “escoria” a los jóvenes.
La reacción furibunda no se hizo esperar. Los disturbios duraron tres semanas, afectando a 300 ciudades. Se incendiaron innumerables edificios como colegios, gimnasios, ayuntamientos, lugares de culto y agencias de correo. Para controlar la situación el expresidente Chirac declaró el toque de queda y decretó el estado de emergencia en todo el territorio. Además, movilizó 11 mil 500 policías y gendarmes, se practicaron 4 mil 800 detenciones y cerca de 600 personas fueron encarceladas.
¿Cómo interpretar esta situación? Probablemente el factor primordial va de la mano con el racismo asociado a la banlieue. Si bien no hay una traducción exacta, podemos señalar que la banlieue es una ciudad periférica a las grandes urbes francesas, habitada generalmente por personas de origen magrebí o africano. Las banlieue se remontan al final del colonialismo francés entre los años 1945 y 1963, y la gran inmigración acaecida en el periodo 1960-1980. De acuerdo con Re y Georgeault (2022), las banlieue son la respuesta del Estado al gran déficit de viviendas populares post Segunda Guerra Mundial. Para estos investigadores este tipo de conjuntos habitacionales masivos se desarrollaron sin servicios públicos de calidad, ni equipamiento.
Otra dimensión a considerar tiene que ver con la lógica estatal que promovió la reagrupación familiar en estos barrios periféricos, aglutinando a más migrantes. Este fenómeno, junto con el abandono de esas jurisdicciones por parte de la clase media, deriva en la creación de auténticos guetos ruinosos donde se concentra la población inmigrada y sus descendientes. Con pocos servicios públicos de calidad, baja escolaridad, estándares de salud paupérrimos, limitado acceso al empleo y con el mantra de la discriminación racial que asocia delincuencia, migración y banlieue, la situación de estos jóvenes está al límite.
Actualmente, 5.2 millones de personas viven en este tipo de barrios desfavorecidos, equivalente al 8% de la población del país. Por otra parte, el 56.9% de los niños son pobres, en comparación con el 21.2% del resto del país. Además, en estos suburbios la tasa de pobreza es tres veces más alta que el promedio nacional, 43.3% contra 14.5%, de acuerdo con data del Instituto Nacional de Estadísticas del 2022.
Ante el descontrol y el caos, las voces más conservadoras de la sociedad francesa están pidiendo “mano dura” contra los jóvenes, leyes migratorias draconianas, la expulsión de miles de extranjeros y la imposición de un Estado policial que nos recuerda al régimen colaboracionista de Vichy. Considero que esa propuesta agravará la situación social del país. Lo que se necesita es una verdadera política pública que ataque de raíz las brechas de ciudadanía de las personas que viven en los banlieue, reconociendo como primer paso fundamental, el racismo y la discriminación que sufren a diario.
Finalmente, ante situaciones extremas se esperaría un liderazgo político claro. No obstante, al presidente Macron se le ve totalmente rebasado por los acontecimientos. Si bien es cierto que sus niveles de popularidad ya venían muy golpeados por la revuelta de los chalecos amarillos y las masivas protestas contra el aumento de edad de jubilación, su debilidad puede contribuir a un agravamiento de la situación del país.
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