Hace algunos años se publicó una investigación que mostró cómo la facultad de derecho de Yale, una de las universidades más prestigiosas del mundo, daba a las estudiantes mujeres menos herramientas para el éxito, que a los hombres.
Se mostró, por ejemplo, que los alumnos hombres dominaban las discusiones en clase, mientras que las mujeres participaban de manera significativamente menor. Sus opiniones eran generalmente menos valoradas y se recompensaban comportamientos que era más probable encontrar en estudiantes hombres. Además, las referencias académicas y modelos de éxito predominantemente masculinos, generaban en las estudiantes mujeres pérdida de confianza.
Esta disparidad se reflejaba también fuera del aula. Por ejemplo, se evidenció que había una interacción bastante menor de estudiantes mujeres con profesores, en su gran mayoría hombres. Se identificó que algunos miembros de la facultad creaban distancia con respecto a las alumnas impidiendo la transmisión de información y orientación profesional. Los estudiantes varones, en cambio, entablaban con mucha más facilidad relaciones con docentes que resultaban beneficiosas para sus redes de contacto profesional, determinantes para el futuro.
Este estudio es consistente con varios otros que muestran cómo las maneras en que se forma a hombres y mujeres en la profesión legal, lejos de reducir la disparidad, muchas veces exacerban los obstáculos que las mujeres enfrentan para tener éxito en este campo. Difícil pensar que otro sea el escenario. Después de siglos de haber sido expresamente excluidas, las mujeres tienen hoy formalmente los mismos derechos para acceder a la educación superior. Pero las facultades de Derecho y la profesión jurídica fueron construidas por hombres y para hombres.
A ello se suman diversos factores que van más allá de la universidad y que tienen que ver con estructuras sociales. La socialización en el colegio o distribuciones desiguales de responsabilidades domésticas, por ejemplo, ejercen presiones distintas sobre hombres y mujeres, y pueden dificultar que las mujeres alcancen puestos de poder en la profesión legal.
En nuestro país, hasta ahora se ha hablado –con mucho apasionamiento y poco tecnicismo de sus detractores- del enfoque de género en el currículo nacional de educación básica, pero poco o nada de la educación superior. Aunque no contamos con estudios similares hechos en universidades peruanas, es altamente probable que lo descrito sea representativo de nuestra realidad, que es incluso menos igualitaria.
De lo que sí tenemos cifras (y muchas) es de la menor representación de la mujer en cargos de poder. Solo por mencionar una foto reciente, actualmente tan solo el 35% de mujeres ocupa altos cargos públicos en los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial, a pesar de ser más de la mitad de la población.
Mientras tanto el Congreso aprueba la esperada Ley Orgánica de la Junta Nacional de Justicia (cuyos miembros deben ser abogados), sin la exigencia de paridad en la representación de mujeres. Fue eliminado, entre otros, bajo el argumento de que las mujeres no lo necesitan y que debía primar la meritocracia.
Esto a pesar de que, como está ampliamente documentado, ser mujer es un factor determinante para tener más obstáculos en la propia formación universitaria, y menos posibilidades de acceso a cargos de poder. Es cierto que las mujeres somos capaces de ganar cargos y espacios de poder, con base en méritos. Pero también es cierto que las reglas de juego no son iguales. Mientras las mujeres jueguen en desventaja, la meritocracia es un engaño.
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