Marzo de 1989. Al finalizar el 43 período de sesiones de la Comisión de Derechos Humanos, en Ginebra, un pequeño grupo de amigos, delegados latinoamericanos, hicimos un alto en París. En las 48 horas de esa estación, debíamos cumplir con cosas muy puntuales. Se trataba de ganarle tiempo al tiempo. Comprar libros en la antigua librería de A. Pedone, en la Rue Soufflot. Participar en un conversatorio organizado por la Maison de I’Amerique Latine. Y, especialmente, cumplir el rito común de pasar un par de horas en el cementerio de Montparnasse.
Los cementerios no son sólo el descanso eterno de los muertos. Son también lugares de encuentros. Y tienen, algunos, la rara virtud de propiciar privados y silenciosos homenajes a quienes se admira y quiere. Independientemente de haberlos conocido en vida o no. Por ello en los cementerios hay muertos con vida. Proust señalaba que un libro es como un cementerio donde se pueden leer los nombres borrados de la mayoría de las tumbas. Montparnasse es uno de esos cementerios en el que los libros constituyen el lazo umbilical entre muertos y vivos.
Después de visitar las tumbas de Jean Poiret, Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Guy de Maupassant, Baudelaire, Camille Saint-Saens y Nicos Poulantzas, llegamos donde César Vallejo. En el mármol húmedo de su tumba, como en otras oportunidades, reposaban desordenados unos claveles rojos. Pero, ese día alguien, que debió antecedernos por escaso tiempo en la visita, había colocado, con mucho cuidado, en el centro de la lápida, dos piedrecitas montadas una sobre la otra: la una negra y la otra blanca.
Al salir, ya caminando por la rue de la Gaité, pensé que los delegados a la Comisión de Derechos Humanos - hoy Consejo de Derechos Humanos - deberían leer Poemas Humanos y España Aparta de Mí este Cáliz. Y que Vallejo y Camus deberían ser los alter ego de los trabajados de la Comisión. Así las negociaciones serían menos políticas y más humanas.
Vallejo reflexionó y escribió sobre hechos y procesos de la política internacional de su tiempo. Y lo hizo con un conocimiento y capacidad de análisis que trae al recuerdo la minuciosidad y el rigor con que Mariátegui siguió la escena contemporánea de las primeras décadas del siglo XX. Quizás a estas tareas contribuyó la relación que Vallejo tuvo con diplomáticos peruanos y latinoamericanos en Europa. Como Raúl Porras Barrenechea o el ecuatoriano Gonzalo Zaldumbide. Muy especialmente la amistad profunda, fraterna, afectiva, con Pablo Abril de Vivero. Éste, en su libro-epistolario que recoge la correspondencia que tuvo con Vallejo, ha dejado el testimonio de esa amistad y de la agenda vital de sus conversaciones escritas con el poeta. Una agenda subjetiva, de angustias y pesares, que en muchos pasajes penetra en los rescoldos, las tensiones y pasiones propias del Ministerio de Relaciones Exteriores.
Vallejo penetró de forma incisiva en las arenas movedizas de la política internacional. Como Mariátegui, siendo militante del partido comunista nunca encasilló su pensamiento en dogmas o verdades reveladas. Adhería a una concepción idealista y ética de las relaciones internacionales.
En su tiempo, la doctrina de los derechos humanos aún no había emergido como un sistema de ideas sistematizadas en el campo internacional, pero se expresa en Vallejo a partir de una visión del mundo donde el ser humano es el único referente de las cosas y donde las sociedades y los procesos políticos se miden en función del dolor o la felicidad que causan a los hombres. De allí, su identificación con los catorce puntos que el presidente Wilson propuso el 8 de enero de 1918. Dentro de éstos, la abolición de la diplomacia secreta, la atenuación de las barreras económicas, la reducción de armamentos, la libertad de navegación, la solución de los diferentes territorios sobre la base de las nacionalidades, el respeto a la integridad territorial y soberanía de los pequeños Estados a través de la autoridad de la Sociedad de Naciones y una perspectiva ética que reivindicaba al ser humano como sujeto de la política internacional, emergieron ciertamente como la base de una nueva diplomacia.
Pero los Estados Unidos rápidamente regresaron a su aislacionismo tradicional frente al escenario europeo. El senado no aprobó su participación en la Sociedad de Naciones. Los catorce puntos se frustraron. El protagonismo regresó a sus linderos habituales. Francia, Inglaterra y Alemania, recuperaron su papel de actores principales. Las políticas de poder se rehabilitaron.
Vallejo lamentó el fracaso de la esperanza wilsoniana. En el artículo “la Diplomacia Latinoamericana y Europea”, publicado en Variedades el 30 de julio de 1927, señala que “mientras esté lejos aún de realizarse el nuevo estilo diplomático, hecho de sinceridad, de franqueza y puerta abierta predicado por Wilson los negocios internacionales dependerán por mucho tiempo todavía de un pestañeo de conchabaje a la espalda de la verdad… El nuevo estilo diplomático sustentado y a la vez traicionado por Wilson en Versalles, se ha visto aún más lejos de toda realización, en Locarno como en Ginebra. Un discurso de Briand o de Stresemann trata de la fraternidad humana, de la paz entre hombres, de la dicha universal, pero dentro de estas etiquetas vigilia en tal o cual medida –según las conveniencias o malicia de cada cancillería- el espíritu chauvinista, la parcela de patriotismo exagerado, el egoísta interés beligerante.”
Al mismo tiempo pensaba que la nueva diplomacia no era un proyecto acabado ni irrealizable. Estaba convencido que “la diplomacia wilsoniana podrá abrirse camino, posiblemente, en manos de otros hombres y otros pueblos que no sean aquellos cuya ineptitud y jesuitismo acarrearan la guerra de 1914”. Otorgaba a América Latina esa responsabilidad histórica: “…hay que reconocerlo, una vez por todas. Hay motivo pues, para pensar que en América Latina ha de crearse un derecho internacional propio que acaso sea, por el hecho de basarse en los valores universales de sinceridad y franqueza, el derecho de todos los pueblos del porvenir”.
EL fenómeno fascista alertó su conciencia democrática. En un razonado texto sobre “Hispanoamérica y Estados Unidos ante el Tratado Nipo-Alemán-Italiano”, escrito en París, en noviembre de 1937, pocos meses antes de morir, Vallejo afectado profundamente por el curso de la guerra civil española escribió: “Los pueblos hispanoamericanos no ignoran que los actos recientes del fascismo, tendentes a destruir las ideas de libertad, de paz y de progreso en la sociedad contemporánea han tenido, por rebote, la virtud de despertar en todos los países un poderoso sentimiento de afirmación democrática y de polarizar las fuerzas al servicio de la libertad, en un gran frente internacional contra toda tentativa orientada a erigir a la barbarie en régimen político...”.
Para defender las libertades individuales y políticas que el fascismo amenazaba, postuló subordinar, “cuando antes y a cualquier precio” toda cuestión contradictoria entre Estados Unidos y América Latina, inclusive las de carácter económico, al objetivo político de defender la democracia y la libertad contra el autoritarismo fascista”. Es fácil comprender –señaló- “que, a los ojos de Hispanoamérica, como a los de los demás países para los que el ideal democrático es la razón central de su existencia, todos los otros problemas que hasta ahora ocupaban plano preferente en su proceso evolutivo, pasen a segundo término sumergido por el sólo y universal problema del momento cual es el de librar al mundo entero de la barbarie”.
Este decisivo compromiso con las libertades y las estructuras democráticas de la sociedad y el Estado era coherente con la visión que tenía Vallejo de las tendencias de la sociedad mundial. Pero era también inherente a su aproximación ecuménica a la convivencia de hombres y naciones. A una suerte de ontología individual y social que partiendo del dolor y el sufrimiento de la vida cotidiana se proyecta hacia un destino común de realización colectiva para toda la humanidad.
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