La Batalla de Junín, ocurrida el 6 de agosto de 1824, tuvo un poderoso efecto en los poetas de las jóvenes naciones repúblicas hispanoamericanas. Influenciados por el espíritu del Romanticismo, el motivo de la guerra de independencia calzaba perfecto con las expectativas de quienes querían tener una interesante o al menos cumplidora carrera literaria.
Pasado el tiempo, solo algunos de estos patrióticos y apasionados poemas quedaron en la memoria colectiva contemporánea. El más recordado es La victoria de Junín, del poeta ecuatoriano José Joaquín de Olmedo, cuyo relampagueante inicio aún es recitado en las escuelas del país norteño: “El trueno horrendo que en fragor revienta / y sordo retumbando se dilata/ por la inflamada esfera,/ al Dios anuncia que en el cielo impera”. Se trata de una larga oda –un tipo de poesía ya no tan frecuente pero que conserva un noble sabor épico– en la que se resalta no solo el triunfo del ejército libertador sino también la geografía americana. Tanto los Andes como los ríos Guayas y Orinoco terminan sacudidos por el arrebatado ritmo de estos versos.
Los románticos peruanos, por supuesto, no podían quedarse atrás. Clemente Althaus recuerda la batalla en un poema dedicado a la honorable espada: “De la Gloria cuánta hazaña/ ejecutaste en Junín,/ y allí do el poder de España/ tuvo para siempre fin”. Carlos Augusto Salaverry hizo lo propio en el El sol de Junín. La pregunta que nos hacemos ahora es si los poetas de hoy volverán a interesarse en el tema de Junín. Un reto difícil, pues el gusto por la épica casi ha desaparecido.
La tradición hispanoamericana tiene uno de los mejores ejemplos en Jorge Luis Borges. En más de una ocasión, el poeta argentino recordó a su bisabuelo, el coronel Manuel Isidoro Suárez, quien estuvo al mando de los Húsares del Perú. Entre ellos destaca el melancólico soneto “Junín”, publicado en el libro El otro, el mismo (1969).
A diferencia de Olmedo y los poetas del siglo XIX, en este poema Junín ya no es tanto un acontecimiento histórico sino un símbolo de heroísmo. El narrador que nos habla rememora a su antepasado, pero la sangre común no es garantía de que el contacto con el antiguo guerrero sea efectiva: “¿Me oyes,/ sombra o ceniza última, o desoyes/ en tu sueño de bronce esta voz trunca?” En realidad, nunca logramos estar seguros sobre cuál es la relación que tenemos con nuestros ancestros, pero tampoco –sostiene la voz del poema– nos encontramos seguros de quiénes somos nosotros. Esta es la idea desde los dos primeros versos: “Soy, pero soy también el otro, el muerto/ el otro de mi sangre y de mi nombre”. El tono de todo este conjunto es sombrío, pero en ellos se vislumbra la magia de la memoria, pues es posible que al recordar a alguien también estemos dándole una oportunidad a esa persona para que también toque brevemente el presente: “Acaso buscas por mis vanos ojos/ el épico Junín de tus soldados”.
Aunque escrito hace ya casi cincuenta años, el poema de Borges nos enseña que aún es posible encontrar poesía en acontecimientos que tal vez hoy nos parezcan muy lejanos. Para ello, sin embargo, debemos tener en cuenta que Junín no es solo un acontecimiento histórico sino también un eslabón que nos permite pensar identidad americana. Esta identidad puede a veces parecer borrosa, pero a veces lo suficientemente sentida como para poder recuperar acontecimientos a primera vista lejanos.
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