Asistimos en estos días a la lóbrega conmemoración del 80º aniversario de fundación de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). El momento es ciertamente penoso, signado por devastadoras tragedias humanitarias en la Franja de Gaza y Sudán, entre otras; y por conflictos bélicos en el Medio Oriente y Ucrania, cuyos protagonistas son Estados que creíamos estaban sólidamente comprometidos con los ideales de la paz y de la dignidad humana. A la vez, vivimos en una época en la que parece exhausta la promesa del multilateralismo y del compromiso de los Estados con éste. Y, sin embargo, pese a sus múltiples y evidentes deficiencias y limitaciones, seguimos necesitando de instituciones de gobernanza global lideradas por la ONU.
Este octogésimo aniversario es ocasión propicia para evaluar los logros y carencias de la ONU, y para reflexionar sobre los nuevos desafíos que debe enfrentar ahora y en el futuro previsible.
La Carta de las Naciones Unidas se firmó el 26 de junio de 1945 en San Francisco, al terminar la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Organización Internacional, y entró en vigor el 24 de octubre del mismo año. No es coincidencia que este proceso tuviese lugar acabada la Segunda Guerra Mundial, pues, como lo señala el inicio de la parte preambular de su Carta, la ONU fue creada respondiendo al propósito de los Estados miembros de “preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra que dos veces durante nuestra vida ha infligido a la Humanidad sufrimientos indecibles [y de] reafirmar la fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana, en la igualdad de derechos […]”; y especifica en su artículo 1.1º, como primer propósito institucional, “mantener la paz y la seguridad internacionales, y con tal fin: tomar medidas colectivas eficaces para prevenir y eliminar amenazas a la paz […]”. Adicionalmente, la Carta consagra en su artículo 2.4º la proscripción de la guerra en las relaciones internacionales.
El referido marco normativo define coordenadas para evaluar la eficacia de la ONU respecto a su objetivo de promover y preservar la paz internacional. Es cierto que “el flagelo” de la guerra no ha sido erradicado totalmente en la gramática de las relaciones internacionales, pero también es cierto que el escenario global hubiera sido durante estos últimos ochenta años mucho más conflictivo y devastador si no se hubiese creado la ONU. La mayor deficiencia de la ONU, de particular relevancia en lo concerniente a su propósito de promover la paz internacional, viene siendo, sin duda, la inefectividad de su Consejo de Seguridad, debida principalmente al irrestricto poder que la Carta confiere a los cinco miembros permanentenes de esa instancia mediante la atribución del llamado “derecho de veto”. En esta dimensión así como en todas las demás de su quehacer institucional, es menester recordar que la ONU es un organismo intergubernamental, es decir que su mandato y funcionamiento están determinados por la voluntad de sus Estados miembros.
La ONU fue fundada por 50 Estados miembros y persiguiendo objetivos relativamente acotados. Con el paso de los años -y en buena medida como víctima de su propio éxito promoviendo la descolonización- hoy agrupa a 193 Estados miembros y atiende un variadísimo mandato, desempeñando un papel fundamental en la promoción de la paz y la seguridad internacionales, los derechos humanos, el desarrollo sostenible, el desarme, la lucha contra el cambio climático y en muchas otras materias. En mayo último, su secretario general, Antonio Guterres, reveló que la instancia a su cargo tiene 3,600 mandatos con implicancias presupuestales que le han sido encomendados a lo largo de los años por los Estados miembros.
Aunque el mandato de la ONU ha ido expandiéndose exponencialmente, sus diseño organizacional y capacidades operativas no han evolucionado en consonancia. Como lo ha sostenido el propio secretario general Guterres, “no podemos construir un futuro para nuestros nietos con un sistema edificado para nuestros abuelos”. Los diplomáticos que elaboraron la Carta de las Naciones Unidas vislumbraron a la ONU como el marco institucional que aseguraría la hegemonía de los países victoriosos de la Segunda Guerra Mundial que quedaron singularizados como miembros permanentes del Consejo de Seguridad, pero los acontecimientos internacionales de entonces -el inicio de la Guerra Fría y la desintegración de los imperios coloniales europeos- prontamente mostraron la ineficacia de tal visión. No obstante, la ONU logró cumplir un rol trascendente enfrentando las tensiones generadas por la Guerra Fría y la descolonización.
La finalización de la etapa de bipolaridad con la disolución de la Unión Soviética, en la última década del siglo pasado, creó un escenario global particularmente propicio para el despliegue de la cooperación internacional, y con ello para la expansión de los mandatos encomendados a los órganos de la ONU.
Mirando hacia el futuro y a contramarcha de las tormentas que estragan al actual escenario global, es evidente que requerimos forjar un sistema de gobernanza global más sólido y eficaz, pero a la vez y contradictoriamente requerimos de una ONU funcionalmente más acotada. Los principios y normas que guiaron su fundación siguen siendo cimientos sólidos para la convivencia y la prosperidad global, pero se requiere fortalecer los mecanismos para garantizar su efectiva implementación, particularmente dentro del actual contexto en el que algunas de las grandes potencias que integran el Consejo de Seguridad son las principales transgresoras de aquéllos.

La ONU sigue siendo un espacio inigualable donde las principales potencias se reúnen, identifican sus límites y negocian a diario en un momento en que otros canales de comunicación están cerrados o son difíciles de alcanzar, coordinar y cooperar. Es también un espacio privilegiado donde las naciones pequeñas y medianas tienen voz. Y, no menos importante aunque con deficiencias y carencias, tiene incomparable experiencia diseñando y ejecutando complejas operaciones de paz y de asistencia humanitaria. La ONU sigue siendo pues un foro excepcional e indispensable para promover la cooperación internacional dentro de un mundo fragmentado y polarizado.
Es indispensable reformar la arcaica estructura institucional de la ONU, modelada según las realidades de la posguerra, para adecuarla al contexto global contemporáneo, otorgando mayor voz y asignando mayores responsabilidades a China y a otros Estados emergentes. Central a tal propósito es reformar la composición del Consejo de Seguridad para dar mayor presencia a los países subrepresentados y, de ser posible, eliminar el paralizante “derecho de veto” de sus miembros permanentes.
La ONU tiene también que acotar sus funciones, priorizando su probada eficacia en labores de prevención de conflictos y consolidación de la paz, incluyendo el fortalecimiento de sus capacidades para desplegar operaciones de mantenimiento de la paz; y debiera mejorar la coordinación entre los diferentes organismos que la integran y los otros actores que participan en aquéllas.
Así mismo, la ONU debiera fortalecer sus mecanismos internos de rendición de cuentas y transparencia en los procesos de toma de decisiones, para encarar las alegaciones sobre corrupción y desmanejos, y para aumentar la confianza ciudadana sobre su fundamental rol. Igualmente, debiera reformarse el sistema de subvenciones de la ONU, demasiado dependiente de contribuciones voluntarias por parte de los Estados, lo cual genera influencias indebidas en su agenda operativa, déficits, y falta de predictibilidad y sostenibilidad en el financiamiento de sus operaciones y programas.
Pero, en resumida cuenta, la calidad del desenvolvimiento de la ONU, así como el comportamiento general del escenario global, sigue dependiendo principalmente de la voluntad de los Estados. El futuro de la ONU demanda de ellos una reafirmación efectiva en torno a los principios bajo los cuales fue fundada, apartándose de los riesgos actuales de visiones geopolíticas centradas en la obsoleta noción de “zonas de influencia”, del retorno a concepciones maximalistas de la soberanía estatal, y del irrespeto de las normas del derecho internacional.
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