“¿Qué nos ofrece la historia?”- se me interroga. Tantas cosas –pienso– que la lista desbordaría este limitado espacio. Pero entre todo lo que nos puede brindar, hay una virtud que tiene relevancia fundamental: el conocimiento de la historia nos otorga la idea de “historicidad”. Es decir, que los procesos humanos tienen una duración en el tiempo y que sus causas pueden advertidas en las intenciones humanas, tanto sociales como individuales
Gracias a esta idea, la de historicidad, asumimos que las teorías tienen un origen, que aparecieron en circunstancias muy precisas y que, si las condiciones les son adversas, esas teorías desaparecen. O, en el mejor de los casos, cambian. Asimismo, descubrimos que las formas de gobiernos, las estructuras económicas, las mentalidades, los conceptos, los estilos artísticos, las normas, los hábitos, también tienen una duración limitada de tiempo. De igual modo, nos damos cuenta que los productos culturales son relativos a cada situación histórica. Y que, para entender su formación, su sentido y finalidad, hay que saber contextualizarlos.
En términos éticos, la conciencia sobre la historicidad de los procesos, nos enseña a asumir los frutos de nuestra condición humana con realismo y con humildad. En efecto, reconocer la temporalidad de una teoría, nos lleva a considerar su limitación y reconocer sus potencialidades y debilidades. Sabiendo que su duración será efectiva en la medida que sea pertinente para explicar hechos y fenómenos. Luego de eso, surgirá una nueva forma de explicar y de interpretar, evidenciando la contingencia de todo enfoque teórico.
Como es evidente, el saber histórico no es una simple recolección de hechos inconexos, que sirven para evidenciar artificios memorísticos. Si el conocimiento histórico se limitara a la mnemotecnia, sería inevitablemente un ejercicio torturador e inútil. Felizmente no es así (aunque algunos lo hacen creer de ese modo)
Sin embargo, ¿por qué la historia es tan peligrosa? Porque si asumimos la historicidad social, económica, política y cultural, tomaremos nota de los cambios que operan al interior de los procesos, considerando -muy probablemente- su desaparición. La conciencia de temporalidad cuestiona el principio de universalidad rígida, propio de cualquier pensamiento fundamentalista. Al fin y al cabo, a los que quieren hacernos creer que no ha habido otro mundo económico y social, les conviene que asumamos esa realidad como un “eterno presente”, como si nunca hubieran existido otras maneras de producir, otras formas de ser y de vivir.
El desconocimiento de la historicidad de los procesos, no lleva a algo peor. A creer que no habrá nuevas situaciones y a considerar los eventos del futuro a una sucesión de hechos tecnológicos, sin posibilidad de cambios notables. Pero la idea de historicidad – en su dimensión más profunda- nos conduce a una noción ajustada de la esperanza. Es decir, a pensar que el “futuro está abierto y que nada está dicho”. (Popper)
Por ello, resulta interesante tomar nota del siguiente hecho. En mayo de 2019, en el vecino país del sur, los cursos de historia de la educación secundaria dejaron de ser obligatorios. La argumentación era esperable: orientar la educación de los jóvenes a las “exigencias del siglo XXI” (cuando eso de las “exigencias del siglo XXI” resulta tan relativo). De pronto, el plan era “reeducar”, paulatinamente, a la población para que acepte este mundo, como el “único mundo posible”. Destruyendo el acceso a la memoria, aniquilamos el futuro. Volveremos sobre este tema.
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