Para empezar esta columna, imaginemos la siguiente situación: una bebé nace en un hogar con muy bajos recursos económicos y es criada únicamente por la madre, quien, día y noche, se desvive por llevar el escaso salario que recibe en un trabajo de duras condiciones, porque no pudo acceder a un servicio educativo de calidad que le permitiera ingresar a un instituto o universidad. Debido a que su labor le demanda muchas horas del día, la niña se cría con quien pueda cuidarla, sin recibir afecto más que unos minutos por la noche, cuando llega la madre terriblemente cansada por la faena. Si el pago de cada mes se retrasa, el clima emocional de la casa se transforma en estrés constante que, por momentos, se intensifica hasta llegar a la ira. La niña crece, aunque con las mejores intenciones, en un hogar con figuras parentales ausentes, con dificultades económicas, pero, sobre todo, con carencias afectivas. ¿Esta misma niña, convertida ya en adulta, será capaz de tomar buenas decisiones?
Ahora, pensemos en este otro escenario: un niño nace en el seno de una familia adinerada, con ambos padres atrincherados en la crianza, pero con discusiones constantes (si el alcohol estuvo presente, se convierten en batallas campales). Aunque el dinero nunca falta, el niño se cría prácticamente solo: la madre asiste constantemente a reuniones sociales luego del trabajo y el padre, si no está en su oficina, espera ofuscado en su habitación hasta que llegue su esposa. El niño crece y se convierte en subgerente de una importante ala comercial de un banco; pasa sus tiempos libres al lado de varios vasos de vodka; mantiene relaciones fugaces con diferentes personas; y reacciona agresiva y prepotentemente ante cualquier comentario. ¿Este mismo niño, convertido ahora en adulto, podrá tomar buenas decisiones?
Un gran grupo de personas dirá, como leo en las redes sociales, que «ya son suficientemente grandecitos para decidir correctamente», mientras otro grupo responderá que son muchos los factores que afectan las elecciones. ¿Será que podemos decidir libremente o, quizás, al fin de cuentas, estamos determinados por diferentes circunstancias? Esta es una pregunta cuya respuesta nadie quiere realmente escuchar. Porque, si seguimos ahondando, quizás nos demos cuenta que no somos tan libres después de todo. Pero, ¿qué sabemos hasta el momento?
¿Tomamos decisiones libremente?
Ya en el siglo XIX, el neurólogo austríaco Sigmund Freud nos alertó sobre el determinismo psíquico, concepto que nos explica que nuestros actos están fuertemente influidos por esos aspectos de nuestra mente que no conocemos, como las vivencias de nuestra infancia que no recordamos. Esta idea fue ampliamente discutida en el mundo académico e, incluso, rechazada. Sin embargo, aunque no lo crean, las investigaciones en neurociencia nos hablan, en la actualidad, de la influencia de múltiples elementos en nuestras decisiones: desde nuestra propia genética, que no depende de nosotros, hasta las situaciones por las que pasamos durante la infancia van a influir en nuestra forma de pensar, sentir y actuar. Los genes de nuestros padres, la alimentación de la madre y el clima emocional durante el embarazo, el ambiente familiar, el estilo de crianza, la cantidad de proteínas que consumamos, las enseñanzas sobre la capacidad que tenemos para regular nuestras emociones y el nivel educativo que podamos alcanzar son ejemplos de factores que van a ir moldeando nuestro cerebro, el centro de nuestro pensamiento y, por ende, de nuestra habilidad para elegir. Si hacemos la suma de las variables, vamos a formar un «tipo de cerebro» que va a ser capaz de lograr determinadas competencias con mucha facilidad, pero que va a sufrir para alcanzar otras aptitudes.
Hagamos la suma con los elementos del segundo caso: un ambiente familiar violento durante la infancia, con presencia de alcohol, padres ausentes y una incapacidad notoria para regular las emociones. ¿Qué resultado vamos a encontrar? Pues, con mucha probabilidad, un cerebro que no ha desarrollado la capacidad para que su corteza prefrontal regule y controle lo que le piden las emociones; un cerebro que toma decisiones de forma impulsiva, sin poder evaluar los pros y contras de sus elecciones; un cerebro que se pone en situaciones de riesgo por no haber sido capaz de hacer un análisis racional; un cerebro que guarda vivencias traumáticas del pasado, una cuota de agresión muy intensa y necesidades afectivas insatisfechas; en otras palabras, un cerebro que tiene todas las de perder.
Entonces, ¿todas nuestras decisiones están determinadas por esos recuerdos ocultos y por cómo se ha ido desarrollando nuestro cerebro? No, determinadas no. Pero sí están ampliamente influidas. Es decir, una persona, como las de los casos anteriores, tiene que hacer demasiado esfuerzo para poder regular sus emociones e impulsos al elegir un curso de acción. ¿Es imposible? Claro que no. ¿Lo puede lograr? Por supuesto. Pero la energía que debe poner en esa sola tarea es inmensa, por lo que, en muchas ocasiones, no se logrará la meta. Es como si corriéramos una maratón sin haber entrenado. ¿Podremos llegar a la meta? Si dejamos sudor y lágrimas, sí, es posible. Pero nos va a costar tanto que, quizás, tiremos la toalla después de 500 metros. Aterrizando esta explicación al cerebro, si bien siempre estamos en la capacidad para adiestrar y fortalecer esa partecita (corteza prefrontal) que regula los impulsos y las emociones, muchos de nosotros aún no lo hemos hecho. Así que, básicamente, estamos a merced de nuestros deseos.
¿Qué podemos hacer?
El secreto es simple de contar, pero difícil de ejecutar. Para tomar mejores decisiones, debemos empezar a trabajar en dos aristas. En primer lugar, conviene que entrenemos nuestro cerebro en habilidades de autorregulación. ¿A qué me refiero? Las técnicas de respiración pausada y profunda, la meditación mindfulness y la psicoterapia son excelentes herramientas para fortalecer nuestra capacidad para regular nuestras emociones. Si no estamos en la posibilidad de afrontar un gasto económico adicional, podemos detenernos antes de tomar una decisión, evaluar si estamos sintiendo emociones muy intensas (de ser así, debemos esperar hasta que disminuyan), pensar qué beneficios y riesgos nos va a traer a nosotros y a los demás, y anotarlos en un papel de ser posible. En segundo lugar, para que no nos ganen esas vivencias negativas de nuestro pasado que permanecen ocultas, les recomiendo seguir un proceso de psicoterapia: solo este camino los conducirá hacia su propio despertar.
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