RPP Noticias conversó con la periodista argentina Leila Guerriero sobre la reciente reedición de su libro "Los suicidas del fin del mundo".
Los suicidios ocurrieron en una habitación o en la vía pública. Y fueron, a lo largo de un año y medio, doce las personas que se colgaron, se dispararon o ahorcaron con un cinturón. Doce mujeres y hombres del pueblo petrolífero Las Heras, situado en la provincia de Santa Cruz (Argentina), que decidieron matarse a mano propia sin que a la prensa bonaerense le importe mucho. Excepto a la periodista Leila Guerriero.
"No salió un solo artículo publicado [sobre el asunto]", dijo la cronista argentina en conversación con RPP Noticias. Desde su casa en Buenos Aires, la autora de títulos como "Plano americano" y "Frutos extraños" contó que se enteró de esta historia en una gacetilla, publicada por una ONG, en la que se refería a Las Heras como una zona afectada por el desempleo, los embarazos adolescentes y la violencia intrafamiliar.
Y, por supuesto, también por los suicidios.
"Me pareció un combo desastroso", señaló. Decidida a cubrir por su propia cuenta estos hechos, Leila Guerriero viajó hasta Las Heras y, tras una investigación intensa, se encerró en su departamento para escribir "Los suicidas del fin del mundo", su primer libro que el sello Tusquets publicó en el 2005 y reeditó este año.
Quería empezar con lo que es, probablemente, una de tus declaraciones más polémicas: ¿cómo es eso de que no te gusta Denis Johnson?
(Ríe) No es un autor hipermegaconocido, sino muy de culto, un escritor de escritores. Y es de esos autores que muchos de mis amigos leen y disfrutan muchísimo, y yo he insistido mucho, pero mi última insistencia quedó a medio camino, no pude avanzar. No sé, a uno no le puede gustar todos los autores del mundo. Incluso, hay autores como súper consagrados que no a todos nos mueven la aguja. Reconozco que es un tipo que debe tener un montón de virtudes, se lo alaba mucho por su estilo, y justamente es con eso con lo que no me puedo encontrar, a lo mejor porque lo leo en español. Cada vez que no me gusta alguien que le gusta a mucha gente, cuya lectura yo admiro, me da rabia, porque pienso que me pierdo de algo importante.
En un artículo hacia el final de "Frutos extraños" sostienes que para ti el verdadero trabajo ha sido el de "olvidar cómo se escribe" al punto de preguntarte, cuando te relees: "¿Pero dónde estaba yo cuando escribí esto?". ¿Te ha ocurrido eso al releer "Los suicidas del fin del mundo"?
No lo releí nunca completo, sí tuve lecturas obligatorias en términos de que, cuando uno reedita un libro, hace un repaso obligado para ver si hay erratas o hacer corrección de estilo. Ante la revisión, necesitaba sumergirme en algunas zonas del libro, pero no había ninguna indicación de cambio de estructura. Por un lado, me reconozco mucho en esa prosa, sé que cambió y fluctuó y hubo cosas que se sumaron y quité; pero ahí solidifiqué algo que me interesa seguir explorando. Pero, por otro lado, siento esto que vos decís: ¿dónde estaba yo cuando escribí esto? Yo vivía en un departamento muy pequeño, escribía en la sala, ya convivía con mi pareja, y me pregunto eso: hoy necesito mucha soledad, pero ¿cómo he podido escribir ese libro en ese lugar tan chico? Recuerdo el mes de febrero en que lo escribí, el calor, el paro de metro en Buenos Aires que transformaba la ciudad en un caos, pero a veces me asedia esa sensación de dónde estaba mi cabeza cuando encontré determinada frase, determinada voz. Y todo eso me resulta asombroso. Fue una escritura mayormente realizada en ese trance de suspensión del mundo, y por eso es muy difícil recordarlo, y está bien que así sea.
"Qué fui a buscar ahí. No sé qué vi. Qué estaba buscando", escribes al final del primer capítulo. ¿Con cuántas certezas sueles empezar una crónica?
La certeza es la historia que me interesa. Esa es la única certeza. Siempre tengo la actitud de quien está averiguando. En general, suelo saber mucho acerca de la situación que voy a abordar, pero también hago un trabajo de desprendimiento, me aferro mucho a la información que tengo; pero la utilizo como si fuera una especie de lente a través del cual puedo mirar algo, pero con la actitud de quien está dispuesto a cambiar de lente, abrir el lente, mirar otras cosas con mucha felxibilidad. Te diría que tengo certeza en la historia y también de que voy a terminar, salvo que pase alguna catástrofe. Para mí es importante que me acompañe esa tozudez.
Curiosamente, te leía como una defensora de la tercera persona en una narración, pero aquí tu voz aparece de cuando en cuando para matizar o dar una opinión o refrendar algo. ¿A qué responde esa elección?
No es que denoste la primera persona, no sé de dónde salió eso. Creo que la primera persona debe aparecer solo cuando es para transmitir una experiencia intransferible. Y eso es algo que no inventé yo, sino un señor llamado Homero Alsina Thevenet, que es un gran editor uruguayo. Coincido con esa idea de Homero, pero por otra parte me parece que todo texto que está escrito en tercera persona también está escrito en primera persona. Todo lo que uno escribe, filma, hace en podcast, es una experiencia subjetiva, más o menos colectiva. Es la mirada de uno, la prosa de uno, lo que uno decide contar, el reporte que hace de la realidad. Que lo escribas en tercera o primera persona es resultado de una evaluación de la necesidad que tiene la historia.
¿Y cómo ocurrió en "Los suicidas del fin del mundo"?
En "Los suicidas del fin del mundo" había pasado en Las Heras por experiencias absolutamente intransferibles, que eran básicamente el hecho de ser yo una persona extranjera, aunque era argentina, y en el libro está claro la postura de Las Heras a todo lo que no fuera de la Patagonia. Había una mirada muy justificada. Y, además, todo lo que a ellos les parecía sumamente natural, como la hostilidad del clima, veranos y primaveras con vientos tremendos, y la hostilidad social (la violencia intrafamiliar, el alcoholismo desatado, la ciudad repleta de burdeles, la industria extractivista sumamente brutal, los suicidios, los piquetes, el desabastecimiento), todo eso era normal para ellos y me llamaba la atención que no apareciera en los medios de Buenos Aires. Entonces decidí incluirme en la narración para mostrar ese contraste enorme que existía entre lo que a mí me pasaba y lo que esta gente naturalizaba. Un personaje extranjero que choca contra la realidad y puede percibir lo que para el resto, en apariencia, no es nada hostil. No aparecí yo para decir: 'miren, qué valiente soy'. Esa es la primera persona que me parece suntuaria.
Eso que describes me parece el verdadero tenor del libro: un perfil de un pueblo atacado por un centralismo feroz. Un fenómeno no sé si muy latinoamericano (en Perú padecemos de lo mismo), que encuentra casi siempre víctimas silenciadas.
Estoy de acuerdo con eso que decís. Me gusta esa expresión, un perfil de un pueblo. El foco gira en torno al tema del eslabón más débil, que fueron los suicidas, pero en realidad el libro está construido en torno a la idea de contar lo que sucede en el pueblo. Entonces, hay distintas capas para construir este perfil. Y por eso se va a hablar con la prostituta del burdel; pero también con el funebrero, el profesor, el peluquero, el chico que tiene la radio... Entran una cantidad de observaciones y personas en juego que tiene que ver con contar distintas aristas del pueblo. Contar un poco de dónde viene esta gente que viene de todos lados. Hay poco amor por este lugar, poco arraigo, por eso están las entrevistas con la gente de familia de trabajadores de YPF, esa diferencia de castas... Me parece que sí es un problema de América Latina, por ese centralismo: Lima es Lima y nada más existe. En Argentina, parece todo pasar en Buenos Aires. Si vos querés ser ingeniero, tenés que triunfar en Buenos Aires, sino no existís. Ese centralismo es algo que se hace muy pesado para pensar un país.
La crónica abre con una cita de Pavese, escrita días antes de su propio suicidio. "Se necesita humildad, no orgullo". Y la frase acompaña la lectura del libro, como recordándonos: estas personas, al parecer, no se mataron por cobardes ni por orgullosas, sino por humildes, por excesivamente humildes.
La frase de Pavese está allí para sentar un concepto. Lo que pretendía con este epígrafe, porque el libro no ofrece algo tan concluyente, es que hay muchos lugares comunes sobre el suicidio. El que se suicida es un cobarte, etcétera, y Pavese dice todo lo contrario. Antes de escribir el libro, leí mucho material sobre el suicidio, aunque no esté en el libro citado el clásico de Durkheim. Más allá de eso, me gusta pensar que cada uno puede hacer su lectura.
Hay una atmósfera de desolación a lo largo del libro, este clima hostil que decías y me recuerda un poco a los libros de escritoras sureñas norteamericanas, como Carson McCullers o Flannery O'Connor, con esas zonas ásperas, cerradas, brutales. ¿Te acompañó la lectura de algún libro durante la escritura de este libro?
No, cuando escribía el libro, en la etapa de reporteo, uno lee muchas cosas que tienen relación con lo que vas a tratar en sí. Y también quizá algunos libros que te van metiendo en la atmósfera o libros de periodismo clásico para ver cómo se resolvieron determinadas cuestiones relacionadas con la estructura y los personajes. Pero mientras estaba escribiendo este libro, y en general lo hago, no leí nada que tuviera relación directa ni con la atmósfera o el tema. La escritura de ese libro fue acompañada muy adrede por dos libros que ya había leído —libros dickensianos—, que son "Oración por Owen" y "El mundo según Garp", de John Irving. Primero porque me encantan, pero después porque necesitaba un libro de gran trama. Yo escribía pura trama y no había ahí mucho lugar para ensayos ni elucubraciones de ningún tipo, pero también para no estar intoxicada por querer copiar la atmósfera de algo muy parecido a eso. Prefería equivocarme sola.
Hoy compaginas el periodismo y la edición. Te debemos valiosas antologías de crónicas. Si ya tenías desarrollada una consciencia sobre tu escritura, ¿cómo ha influido el hecho de que seas editora?
Me parece que de muchas maneras, seguramente no todas puedo evaluarlas. Me gusta muchísimo editar y la verdad creo que el trabajo de edición hace que, quizás, estés más alerta sobre tus propios textos. Si yo indico a un autor algo sobre una estructura o hay un problema con la cronología, o hay que poner en relieve tal cosa..., son cosas que yo ya tenía en cuenta para lo mío o no habría podido sugerir o indicar; pero ahora uno está más atento a ellas. Si yo le marco algo a otro, con qué caradurismo me lo perdonaría a mí misma. Muchas veces me pasa que estoy editando a alguien y me gusta tanto que me dan ganas de escribir a mí. Es muy inspirador. Por suerte, trabajo casi siempre con autores muy, muy buenos, y algunos con los que tengo una relación de mucha intimidad, gente que admiro; entonces, me suele pasar eso.
Hace poco has editado "Extremas", un título que sale bajo el sello de la Universidad Diego Portales. ¿Podrías comentar en resumidas cuentas hacia dónde apunta este libro?
Fue una idea genial del editor de Diego Portales, Matías Rivas. Hace muchos años, él quería que armara un libro de perfiles de mujeres que estuvieran muy entregadas a su vocación y fuera una gran conjunción de mujeres arrebatadas de varias ramas: guerrilla, deporte, religión, literatura... Y estuvimos hablando mucho tiempo con Matías; porque lo que siempre me he negado a hacer es reunir a un puñado de mujeres presentándolas como si fueran sorpresa, pero claramente el editor no quería hacer eso. Conversamos mucho hasta afinar bien por dónde pasaba el concepto del libro. Desde Martha Argerich [pianista argentina] hasta una nadadora de aguas heladas a la que le falta una pierna o una monja que dedicó su vida religiosa en acompañar a familiares que buscan a sus hijos víctimas de trata de personas... Es un libro que se pensó mucho antes de que pasaran los grandes movimientos feministas.
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