No todo lo que comúnmente se atribuye a Darwin (y a otros teóricos evolutivos) salió de sus neuronas. Si escrutamos con detenimiento escritos del pasado, podemos comprobar cómo el concepto de evolución estaba latente desde mucho antes de que el joven Darwin se embarcara en el Beagle.
Todos hemos escuchado hablar de Charles Darwin y de la trascendencia científica y sociológica que supuso su propuesta de evolución. Estoy convencida de gozar de un masivo respaldo intelectual si le cuelgo a Darwin la medalla a la figura más revolucionaria del siglo XIX. Él fue el brillante responsable, no sólo de estructurar científicamente el proceso evolutivo, sino de atribuir a la selección natural su motor de funcionamiento.
Sin embargo, no todo lo que comúnmente se atribuye a Darwin (y a otros teóricos evolutivos) salió de sus neuronas. Si escrutamos con detenimiento escritos del pasado, podemos comprobar cómo el concepto de evolución estaba latente desde mucho antes de que el joven Darwin se embarcara en el Beagle.
De hecho, ha rondado la mente humana desde hace milenios.
Concepción sorprendentemente antigua
Sorprende descubrir cómo la idea de que el tiempo y los elementos pueden cambiar las especies vivas ya estaba implícita en uno de los escritos más antiguos de la humanidad: la Epopeya de Gigalmesh. En tabillas encontradas en la neoasiria Nínive se narra la fascinante historia sumeria del rey de Uruk (2650 a.C.), aunque lo que aquí interesa es el relato de fondo: cómo un dramático diluvio acabó con los animales y plantas existentes y cómo surgieron especies nuevas.
En el Antiguo Egipto, esta idea avanza más. Ya no se habla de “segunda creación” sino de “continua creación”. En textos encontrados en pirámides de la V y VI dinastías, en maderas de sarcófagos del Imperio Medio o en papiros del Libro de los Muertos del Imperio Nuevo, esta idea está masivamente presente, al igual que la de que los fósiles son marcas de seres vivos desaparecidos.
Todo ello permeó a la Antigua Grecia y lo recoge Anaximandro de Mileto, considerado el primer observador “racional” del mundo natural. Si bien su obra Sobre la Naturaleza (s. VI a.C.) se ha perdido, gracias a Laercio, Plutarco y Censorino sabemos que Anaximandro defendía un origen no divino del hombre, al que consideraba surgido de otras especies. De hecho, aunque lo explica de forma mítica, afirmó que el hombre procede del pez.
Años después, el “modernísimo” Empédocles nos sorprendía considerando que el cambio que experimentan las especies con el tiempo es un proceso natural y sin una causa final. Esta idea, que hoy se continúa explicando en contextos donde aún cuesta asimilar que la evolución no es ni teológica ni teleológica, lo dijo este visionario presocrático ¡en el siglo VI antes de Cristo!
Curiosamente, su visión “cambiante” de las especies la cuestiona dos siglos después Aristóteles, como también la de que los seres vivos se habrían originado “por casualidad”. Muy al contrario, defiende la causalidad (los seres han sido diseñados con un propósito) y rechaza la explicación egipcia de los fósiles sin ofrecer alternativa.
Seres en transformación constante
Coincidiendo en el tiempo, el taoísmo de la Antigua China rechaza explícitamente el fijismo de las especies biológicas y las considera en estado de “transformación constante”, desarrollando características diferentes en respuesta a ambientes distintos. Esto, muy parecido a lo que hoy entendemos como “adaptación al medio”, fue recogido por Zhuangzi hace la friolera de 27 siglos.
Como tantas otras cosas de la extraordinaria sabiduría de los griegos, las ideas de Empédocles sobre el origen natural de los seres vivos se difundieron a Roma. Cicerón recoge las de Tito Lucrecio Caro (s. I) en De rerum Natura donde, además, afirma que todos están relacionados entre sí (lo que hoy entendemos como el origen filogenético común de todas las especies).
Un par de siglos después, San Agustín apuesta por el despliegue diferencial de las “semillas de vida” a lo largo del tiempo, liberando al Génesis de una interpretación literal. Por cierto, San Agustín no solo fue un visionario en este aspecto: se adelantó 16 siglos a Einstein cuando afirmó que “el universo no nació en el tiempo, sino con el tiempo”.
La lucha por la existencia
Pero sigamos con el relato temporal, porque lo de Al Jahiz, en el s. IX, es ya de un explícito total. En su bellamente ilustrado Libro de los animales habla, literalmente, de la “lucha por la existencia”. En sus textos, apoyados y desarrollados por Alhacén, se entrelee el concepto de supervivencia de los más aptos y se especifica la transmisión a la descendencia de los caracteres seleccionados.
Dicho de otra manera, habla claramente de evolución aunque equivocándose al considerar como motor evolutivo a la herencia de los caracteres adquiridos (como también haría Lamarck siglos después).
Con el arca de Noé y Platón dimos un paso atrás
Pero ¿por qué desaparecieron estas ideas de la cultura occidental? ¿Qué o quién puso una venda en los ojos a la vieja Europa hasta el siglo XVIII?
Exceptuando las ideas taoístas, que no contactaron con nuestras fronteras hasta muchos siglos después, podemos hablar de la confluencia de dos circunstancias básicas. Por una parte, la idea del diluvio universal de los escritos mesopotámicos, si bien es “reciclada” por la Torah judía y la Biblia cristiana, incluye la aparición de un personaje que lo cambia todo: Noé. Con su famosa y atiborrada arca, posibilita la supervivencia de las especies ofreciendo una justificación mítica al inmovilismo tipológico que arraigó en el pensamiento escolástico.
Pero el verdadero antihéroe del evolucionismo es el gran Platón, en palabras del gran teórico evolucionista Ernst Mayr. Su esencialismo ha impregnado las mentes occidentales durante siglos y es el responsable de la consideración de las diferentes formas de vida como entes inmutables. De hecho, la idea de que el cambio es solo apariencia deformada de una realidad suprasensible imperecedera sigue pesando como una losa en muchos contextos de nuestra sociedad.
A pesar del lúcido descubrimiento de Darwin de la selección natural como motor evolutivo; a pesar de las contribuciones de genética, biología molecular y genética de poblaciones; y a pesar de las contribuciones de científicos de primerísimo nivel para construir la brillante teoría sintética de la evolución que transformó radicalmente el pensamiento humano, muchas afirmaciones actuales hacen que nos sigamos tirando de los pelos por culpa de Platón…
A. Victoria de Andrés Fernández, Profesora Titular en el Departamento de Biología Animal, Universidad de Málaga
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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