La propuesta del presidente Martín Vizcarra para acortar su mandato y el de los congresistas electos en 2016, para posibilitar una salida a la crisis institucional en la que el país se encuentra enfrascado desde hace tres años, debe analizarse en dos planos: el político y el constitucional.
Desde el punto de vista político, el planteamiento parece adecuado. El entrampamiento del país se evidenció desde el momento mismo de la asunción del presidente Kuczinsky al gobierno. La animadversión del Congreso fue puesta de manifiesto de inmediato. La lideresa de Fuerza Popular anunció entonces que llevaría adelante su plan de gobierno desde el Legislativo, ignorando que los elegidos para conducir el país fueron otros y no su mayoría parlamentaria. Las primeras escaramuzas de ese enfrentamiento se saldaron con la censura de Jaime Saavedra, reconocido por propios y extraños como un magnífico ministro de Educación. Los desafíos y amenazas no cesaron hasta la caída del propio Kuczinsky, forzado a renunciar luego de haber superado por estrecho margen una votación que buscaba su destitución por incapacidad moral.
El presidente Vizcarra tampoco tuvo tregua. Fue hostilizado de modo incesante desde que tomó a su cargo el liderazgo de la lucha anticorrupción. Una mayoría congresal, amistosa con personajes vinculados a la red del caso lava juez, puso cuanta zancadilla estuvo a su alcance para frenar las necesarias reformas de la justicia y del sistema político. La tensión entre los poderes públicos ha desbordado ya el campo de la política, afectando las expectativas de crecimiento, mientas el riesgo de recesión empieza a cernirse sobre nuestra economía, con graves consecuencias en el empleo y en la calidad de vida de los peruanos.
El impase no parece encontrar cauces de solución. Ante ello, resulta políticamente razonable acabar con la crisis por la vía de unas nuevas elecciones, que pongan término a un enfrentamiento sin fin. Las elecciones anticipadas, en caso de acordarse entre Ejecutivo y Legislativo, traerían otros actores a la vida pública, nuevas ideas y renovados empeños.
Desde la óptica constitucional, está claro que el Presidente está habilitado para presentar iniciativas de reforma de la carta magna. Existe además en nuestro país el precedente ocurrido en el 2000, cuando la caída del régimen de Alberto Fujimori arrastró al Congreso de la República, debiendo recortarse su mandato a solo un año y posibilitando así las elecciones generales de 2001. La figura de las elecciones anticipadas es recurrente en las mayores democracias occidentales, aunque frecuentemente en regímenes parlamentarios. Están reguladas en Alemania, Australia, Canadá, República Checa, Dinamarca, Finlandia, Grecia, Italia, España, Suecia y el Reino Unido. También lo están en el régimen semi presidencial francés.
Quienes temen que un eventual proceso electoral afecte las inversiones y la estabilidad económica, deben admitir, por el contrario, que es mejor voltear ya la página del enfrentamiento entre poderes, para dar paso a la voluntad popular. Es comprensible la postura de los congresistas, aferrados a su curul. No se entiende en cambio la de ciertos voceros empresariales que parecen confiar la estabilidad del país a una mayoría parlamentaria carente ya de legitimidad social y política, en lugar de respaldar con firmeza las reformas políticas y de la justicia por las que clama la ciudadanía y por las que se apuesta hoy en espacios tan reputados como el Foro Económico Mundial o la OCDE.
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