¿Alguna vez cuando conversas has sentido como que no te están escuchando o al terminar de hablar no entendieron lo que querías decir? ¿O tal vez has dicho algo que fue mal entendido y generó un conflicto sin querer? ¿O no has preferido no intervenir en una conversación sobre política o dejado de dar tu opinión en el trabajo porque tienes un punto de vista distinto?
Muchas veces pensamos que la comunicación es algo instintivo que todos dominamos, pero lo cierto es que comunicarnos de manera efectiva no se trata sólo de compartir información. La comunicación humana es como armar un rompecabezas.
Se dice que el 90% de la comunicación está en el lenguaje corporal o no verbal. Si bien el porcentaje no es absoluto, lo importante es que la parte más pequeña de lo que transmitimos está en las palabras.
El lenguaje corporal son todas esas señales no verbales que nos ayudan a interpretar la intención detrás de la frase que nos puede revelar tanta o más información que las palabras. Nos cuenta quiénes somos, cómo nos sentimos o cuáles son nuestros gustos; y, durante la interacción nos informa el grado de comprensión, el nivel de acuerdo o desacuerdo e incluso puede desmentir lo que estamos diciendo.
Lo que sucede es que nuestro cerebro límbico, que es el responsable de procesar nuestras emociones y regular nuestra conducta, comunica a través de nuestro cuerpo. Cosas como expresión facial, gestos, movimientos del cuerpo, tono y volumen de voz constituyen nuestra comunicación no verbal. Es por esto que el lenguaje corporal juega un papel clave para entender los pensamientos y emociones reales de las personas.
Así también, para comunicarse con efectividad debemos saber escuchar, pues como hemos visto, no se trata sólo de lo que dices sino de cómo y en qué momento lo dices. Saber escuchar no se trata simplemente de prestar atención a lo que alguien dice, es un proceso en el que existe una decisión consciente de entender los mensajes del interlocutor. Es escuchar con la intención de comprender la totalidad de la información que se recibe.
A veces las personas batallan siendo oyentes porque no están abiertos a las posibilidades que puedan surgir de la conversación con otras personas e incluso actúan, sin darse cuenta, como que lo saben todo o al menos todo lo que “debería” ser importante cerrándose a cualquier posición que pueda desafiar sus creencias.
Un buen oyente escucha para entender y no sólo para responder. Se mantiene neutral y sin juzgar, lo que significa no tomar parte o formarse una opinión más aún al inicio de la conversación, y permite que el interlocutor se exprese sin interrumpirlo durante su intervención para demostrar consideración. Quien sabe escuchar tiene la capacidad de ver el mundo a través de los ojos de otros, y cuando eres un buen oyente la gente tiende a escucharte más detenidamente también.
Finalmente, el contexto en el que se dicen las cosas y la oportunidad son sumamente relevantes. Pueden marcar una diferencia significativa como el blanco y el negro en la reacción del interlocutor. Por ello, debemos reconocer el momento adecuado o cómo crear ese momento antes de introducir un mensaje. Lo que le presentamos a una persona primero cambia la forma que experimentará lo que le presentamos luego.
Rodearnos de personas que piensan igual siempre será más cómodo, pero no refleja la realidad. Considerar diversos puntos de vista es vital para una mejor toma de decisiones. Y, para afrontar difíciles retos que hoy tenemos como sociedad necesitamos reconstruir un entorno en el que las diferentes contribuciones son valoradas. Las mejores ideas se obtienen de considerar a un grupo más amplio de personas con distintas experiencias, talentos y perspectivas, lo que puede sacarnos de nuestra zona de confort pero es fundamental para recomponernos como sociedad y crear valor a largo plazo.
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