La instalación sorpresiva de la COVID-19 en nuestras vidas suscita diversas y variadas reacciones. Cada persona, en su fuero interno, sabe que la presencia del patógeno interpela con potencia, quiera o no aceptar que está presente en la realidad. Nadie, a estas alturas, puede decir que no siente sus consecuencias en la salud, la política y la economía de nuestras sociedades modernas. Más allá de que haya surgido espontáneamente de la naturaleza o de que haya sido gestado por perversas manos humanas en un laboratorio, lo cierto es que el virus campea ya en 184 países: ha infectado a 1.430.141 ciudadanos y ha segado la vida de 82.133.
Las estadísticas ayudan a comprender la dimensión cuantitativa del problema: es importante saber cuántas personas están infectadas para saber cuántas necesitan atención y en qué grado. Pero las estadísticas no brindan una explicación última y acabada. Es evidente que la mirada global del estadístico, que mira a la generalidad abstracta del número, y la mirada concentrada del médico, que mira a un paciente y lo distingue de otro, van por caminos divergentes: los números, con su frialdad inmóvil, acaso no pueden hacernos sentir por ellos mismos el dolor que significa cada muerte, cada vida agotada y truncada por el virus.
La interpelación de la COVID-19 tiene varias respuestas. No es posible enumerarlas todas, por supuesto, pues sería una tarea interminable, pero si hacemos el esfuerzo intelectual bien podemos resumirlas en dos actitudes fundamentales: la actitud irreflexiva y la actitud reflexiva.
La actitud irreflexiva es frívola, descreída, escéptica, es decir dogmática, cínica e injusta, porque va en contra de lo que ya se sabe con certeza de la enfermedad. Asume esta actitud quien se expone al contagio cuando menosprecia el impacto nocivo del coronavirus y se refugia en la ignorancia, creyendo que esta lo protege y que le deja hacerse inmune por la sola determinación de su voluntad, como si eso fuera a inhibir al virus de producir sus efectos mortíferos.
La actitud reflexiva es, en cambio, autocrítica, responsable, seria y justa: se funda en la evidencia empírica, es decir se guía por el conocimiento científico de la enfermedad y sus consecuencias más inmediatas: el rapidísimo y vertiginoso deterioro de la salud como antesala de la muerte fulminante. Es claro que cada paciente necesita atención específica y tratamiento personalizado de acuerdo con su metabolismo concreto y su historial clínico.
La actitud reflexiva resguarda la salud de todos. Quien se fije en la fría objetividad de las cifras acaso diga que las personas muertas apenas representan el 0.06%, que es un índice de mortalidad exiguo, ostensiblemente bajo, acaso insignificante. No errará en el cálculo matemático, supongo, pero sí en el valor ético-moral al que conducen estos números, pues tampoco habrá dicho la verdad con todas sus letras: cada persona cuenta. Si bien los números congelan, postergan e invisibilizan a las personas, también pueden ayudarnos a sentir al otro y a pensar en las situaciones particulares, únicas e irrepetibles que hacen valiosa la vida de cada persona.
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