Todo cambia, cantaba Mercedes Sosa. En la historia de la filosofía occidental, nadie como Heráclito fue tan sagaz para observarlo y enunciarlo. Lo vemos en nosotros mismos. No es un hecho que nos resulte abstracto o ajeno. Atestiguamos el cambio continuo que vive y experimenta nuestro cuerpo con el paso de los años, y no nos resulta indiferente. Las delicias que ayer causaban nuestro deleite hoy nos resultan desabridas y desagradables. Los pensamientos que alguna vez creímos fijos y que ayer llegamos a tomar por convicciones inquebrantables, que nos resultaban verdades inconmovibles, hoy se tambalean frente a la nueva evidencia irrefutable que nos dice que las cosas son de otro modo, que debemos actualizar nuestra comprensión de las cosas para ajustarla a la realidad empírica.
Sin la capacidad de analizar los diferentes contextos y las nuevas experiencias, ni la disposición para someter a juicio nuestras ideas, quedaríamos a la saga del acontecer del mundo, como meros observadores, ignorantes de nuestra propia circunstancia, anulada nuestra agencia personal, por más mínima que esta sea. Es de sabios cambiar de opinión, reza la sabiduría popular; pero no cuando se hace de manera interesada, sin discernimiento y solo a la expectativa del bien personal, tal como viene ocurriendo en los últimos días cuando vemos a políticos acomodar su opiniones y pareceres al sentido variable de los vientos.
Nuestra capacidad genuina de distinguir entre el bien y el mal nos interpela, por más que el bien y el mal no sean absolutos, sino resultado de la contingencia histórica y de específicos procesos antropológicos, culturales y contextuales. Tomando conciencia de ello, el filósofo alemán Friedrich Nietzsche nos recordó que las personas somos seres que ponderan y valoran. En la mitología griega, esa aptitud ponderativa y valorativa se destaca en el mito del juicio de Paris frente a las tres gracias. Según Aristóteles, desarrollar esa aptitud razonable es fundamental para la vida política genuina.
Sucede, en la política como en cualquier otro ámbito humano, que nada hay estable ni fijo ni definitivo: el poder ayer resultó dulce y placentero; hoy resulta amargo e insalubre. Los gustos cambian, como cambia la coyuntura, como cambian las alianzas partidarias. Los que ayer se sintieron fuertes fueron prepotentes, violentos y autoritarios; hoy piden indulgencia, prudencia, sensatez, cordura: olvidaron que el poder es un encargo temporal, sujeto a plazo fijo, con fecha de vencimiento, que la caducidad programada para el ejercicio del cargo representativo los compromete y obliga indefectiblemente a rendir cuentas e informar con transparencia, aunque lo hagan a regañadientes.
Necesitamos un cambio radical: no cabe justificación razonable para la violencia. La idea de que la violencia es connatural a nuestra humanidad es falsa o cuando menos parcial. En caso de agresión, es legítimo defenderse sin abusar. En circunstancias más favorables es razonable buscar entendimiento y consenso allende la discrepancia. La historia destaca un mínimo común universal en el ser humano que brinda la posibilidad de pensarnos hoy en relación con los derechos humanos: lo llamamos dignidad, derecho a la vida y al libre desarrollo de la personalidad. Si rechazamos todas las formas de violencia es porque ella nos degrada como seres y nos inhibe de desplegar nuestros talentos. La política genuina renuncia a la violencia y busca el consenso que conduce al bien común.
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