Las primeras palabras de Venezuela que conocí fueron “zacapuntas” y “goma de borrar”. Seguramente fueron más, pero estas son las que recuerdo, pues eran las que escuchaba decir a mi madre, caraqueña, cuando íbamos a comprar los útiles escolares a comienzos de año. Por supuesto, nadie la entendía, y mi hermano y yo teníamos que hacer de traductores para que los vendedores comprendieran: “zacapuntas” era “tajador” y “goma”, “borrador”. Eran tiempos en los que en Lima no había ningún venezolano y en los que sabíamos que ningún venezolano vendría. Mi madre se preguntaba: “¿Quién va a venir a este desierto?” Para nosotros, sus atentos hijos, Venezuela era un país lleno de montañas verdes y sol todo el año. En los jardines crecía cualquier semilla que se caía al suelo y el agua del mar estaba siempre caliente…
Hoy, treinta años después, cualquier limeño puede conocer a un venezolano. De hecho, no hay que buscarlos. Pero una cosa es conocer a un venezolano y otra hablar con él. Por lo pronto, nos hemos dado cuenta de que se desenvuelven muy bien, y que, además, ya conocen las palabras peruanas muy bien. Y ellos saben que su forma de hablar le da cierta alegría a las cosas que nombran, con el chévere y el chéchere, con el náguara y el yavá. Saben que hay que hablar con ritmo y con swing, saben que hay que levantar la voz para llamar la atención del público presente cuando hay que vender. La palabra viva es la que les ha dado su lugar, mucho más que el pasaporte, la visa o el TPP. ¿Vamos a terminar hablando como los venezolanos? No lo creo. Pero lo que sí es cierto es que el duro oído limeño se ha abierto un poco más a sus agudos y a sus graves, a sus apodos y a sus nombres compuestos. Como una tormenta tropical, el idioma de los venezolanos ha venido para quedarse y hacer suya la ciudad.
Pero si estas son las palabras que escuchamos en las avenidas, otras son las palabras que los venezolanos se hablan entre ellos y con los limeños que conviven con ellos en el día a día, en la noche a noche. Las palabras del padre que negocia con el casero que le alquila el cuarto para alojar a su familia, la de la madre en el mercado que recién conoce, la de los carajitos con sus nuevos amigos de la escuela. La del obrero recién llegado con el patrón del almacén, la del joven catire que se enamora de la vecina limeña. Se trata de un idioma hecho al margen de las cámaras y las luces, en los confines de los barrios y las urbanizaciones. De un idioma para los nuevos habitantes y para la nueva ciudad.
Todavía falta mucho por conocer el alma de los venezolanos, por conocer las canciones y la poesía que han traído con ellos desde tan lejos, pero esto no nos quita la oportunidad de contribuir con la causa. Conversar con ellos, iniciar el diálogo, es otra manera de conocerlos y de conocer el mundo.
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