Es hora de comprenderlo: si queremos mejoras en la gestión del Estado, por ejemplo, para brindar servicios públicos de mayor calidad o para promover reformas en las políticas públicas, debemos estar dispuestos a invertir en esos cambios. Y no son baratos; es más, tenemos que ser conscientes que nada es gratis, y que pretender lograr transformaciones en la gestión o las políticas públicas sin aportar los significativos recursos presupuestales que ellas demandan es receta ineludible para que todo siga igualmente mal, o para alcanzar resultados mediocres. Eso, que debiera ser obvio para todos, no lo es para algunos burócratas, congresistas y opinólogos. Los ejemplos abundan y son clamorosos.
En las próximas semanas, el Tribunal Constitucional deberá fallar en última instancia sobre la Acción de Amparo interpuesta por dos empresas mineras que cuestionan la constitucionalidad del llamado Aporte por Regulación que percibe el estatal Organismo de Evaluación y Fiscalización Ambiental (OEFA). Este cargo (jurídicamente denominado “contribución”), fue originalmente establecido en el año 2010 por el artículo 10º de la Ley 27332 (Ley Marco de los Organismos Reguladores), y OEFA lo percibe desde el 2014 para financiar la labor supervisora que realiza en nombre del Estado. Esta “contribución” cubre, según OEFA, más del 70% de su presupuesto, y si se aprueba la demanda perderán dicha porción.
No pretendo pronunciarme sobre la constitucionalidad o la legalidad de esa Acción de Amparo interpuesta contra OEFA, ni sobre las verdaderas motivaciones de las empresas demandantes. Pero, desde la perspectiva de la gestión pública, debo anotar que resulta muy preocupante que un organismo fiscalizador dependa en tamaña magnitud de los fondos pagados por los fiscalizados a través de la malhadada “contribución”. Aún más, en muchas de las operaciones de fiscalización que realiza OEFA sobre empresas de los sectores extractivos, sus funcionarios encargados requieren utilizar la infraestructura y otros recursos de las empresas que están siendo fiscalizadas (alojamiento, alimentación, transporte local, etc.). Esto último resulta inevitable en algunos casos, debido a lo remoto e inhóspito de los lugares en que se realizan las fiscalizaciones, pero agrega un nivel adicional de preocupación respecto a potenciales conflictos de intereses, y a la indispensable independencia que los fiscalizadores deben preservar.
En síntesis: la fiscalización ambiental es una responsabilidad básica del Estado, y su implementación no debiera depender en tan significativa magnitud del aporte dinerario de los fiscalizados. El Estado tiene que respaldar sus obligaciones y declarados compromisos con los recursos presupuestales, en vez de pretender que los ciudadanos o las empresas las sufraguemos. Y es que, ante los ojos de la ciudadanía, acaban siendo percibidas como ilegítimas las políticas y otras acciones públicas promovidas desde altas esferas gubernamentales pero desprovistas de recursos para implementarlas eficazmente.
Otro tanto puede decirse sobre el reglamento de la Ley para prevenir, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres y los integrantes del grupo familiar, tema que sin duda convoca enorme preocupación ciudadana y requiere de decidida acción por parte del Estado. Pues bien, dicho reglamento, aprobado en la víspera de culminar la gestion gubernamental del presidente Humala, mediante Decreto Supremo Nº 009-2016-MIMP, establece en su artículo 2º: “La aplicación de lo establecido en el presente Reglamento se financia con cargo al presupuesto institucional de las entidades involucradas, sin demandar recursos adicionales al Tesoro Público”. Es decir, los altos funcionarios gubernamentales se muestran indignados frente a las cámaras de televisión cada vez que se denuncia la ocurrencia de un nuevo acto de violencia contra mujeres, pero son incapaces de proveer recursos adicionales específicamente destinados a intensificar las respuestas estatales frente a tal flagelo, y no sienten rubor en legislar su tacañería.
Y si requerimos evidencias adicionales sobre la proclividad malbarateadora del Estado, miremos la situación del empleo público. Carecemos de un servicio civil profesionalizado, fundamentalmente porque se ha enraizado dentro del Estado la cultura de la precarización laboral, traducida en bajísimos salarios, ausencia de sistemas de incentivos, y falta de permanencia en el empleo. El resultado está a la vista: una generalizada situación de paupérrima calidad en los servicios públicos y de pobrísima productividad de los funcionarios. Quienes pagamos los verdaderos costos de esa supuesta austeridad gubernamental somos los ciudadanos.
Resulta obvio, no obstante lo cual es obviado: la necesidad perentoria de una urgente reforma del servicio civil para mejorar la productividad dentro del Estado y la calidad de los servicios públicos, requiere del desarrollo de mecanismos básicos de gestión de recursos humanos precedidos por un adecuado sistema de incentivos. Esta es una inversión costosa pero indispensable y urgente. Si mantenemos la pauperización laboral en el Estado, este seguirá siendo ineficiente y generando insatisfacción en la ciudadana. Es hora ya de acabar con esa trampa de pretendida austeridad estatal para lograr contar con un servicio civil eficiente, productivo y probo.
Entonces, para reformar el Estado y mejorar la calidad de los servicios públicos, primero tenemos que ser capaces de forjar entre nosotros un cambio cultural: las reformas son costosas, pero bien valen la pena. Si nos lo proponemos, y si respaldamos las promesas de transformaciones con los recursos estatales que ellas requieren, podremos lograrlas.
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