Si hay algo notable en la generación de intelectuales peruanos, que asumió con beneplácito y sospecha el legado crítico y modernizador de Manuel González Prada, fue el haber transformado al Perú en un problema teórico. Estas voces pensantes, desde posiciones muchas veces antagónicas, tomaron la valiosa decisión de querer entender el país en el cual habían nacido. En este ejercicio de comprensión, las obras de Francisco García Calderón, de José de la Riva Agüero, de Víctor Andrés Belaunde, de Raúl Porras Barrenechea, de Víctor Raúl Haya de la Torre, de José Carlos Mariátegui, de Julio C. Tello, de Luis Valcárcel, de Jorge Basadre, entre otros, adquirieron –por mérito propio– el haberse transformado en los clásicos del pensamiento peruano de inicios del siglo XX. Teniendo como escenario coyuntural el centenario de nuestra república.
Este ejercicio intelectual y, a la larga teórico, nos permitió sentar las bases de gran parte de nuestra visión del país. Enriqueció el debate de las ideas sobre nosotros y posibilitó la aparición de varias generaciones de estudiosos peruanos que asumieron al Perú como problema. Lamentablemente, la estructura política, social y económica del país no tuvo las condiciones para favorecerse de los aportes teóricos de nuestros intelectuales. Más bien, mientras transcurría el siglo XX, se acentuó el divorcio entre las aportaciones académicas y la praxis del poder (político y económico). Llegando, en un extremo peligroso, a despreciar por ignorancia las contribuciones de nuestros pensadores.
En la segunda mitad del siglo XX, otros peruanos tomaron la posta de la insigne “generación del centenario” y desde diferentes horizontes de interpretación, siguieron bregando por comprender al Perú a la luz de sus propios procesos culturales y sociales. José María Arguedas, José Matos Mar, Carlos Araníbar, María Luisa Rivara, Waldemar Espinoza, Augusto y Sebastián Salazar Bondy, Gustavo Gutiérrez, Pablo Macera, Julio Cotler, Mario Vargas Llosa, y una innumerable lista de intelectuales, persistieron en el esfuerzo apasionante, complejo (y a veces doloroso) de entender la magnitud de este problema llamado “Perú”. Al igual como ocurrió con los primeros clásicos del siglo XX, la separación entre nuestra formulación teórica y la estructura política y económica, no permitió que los debates intelectuales llegaran a encarnarse en la praxis del poder. Nuevamente, primó el desprecio y la ignorancia.
Desconocer masivamente los aportes de nuestros intelectuales nos ha hecho creer que las dificultades del país pueden ser resueltas bajo soluciones técnicas e instrumentales, estructuradas fuera de nuestro proceso histórico y cultural. La aplicación acrítica de modelos de gestión pública y económica, sin tomar en cuenta las condiciones particulares, ha profundizado los problemas estructurales que arrastramos desde 1821. Y esto adquiere una dimensión trágica cuando observamos perplejos cómo quedamos relegados, temerariamente, de la civilización del conocimiento exponencial que se avecina.
Los procesos (guerra interna, desborde popular, crisis del estado, antipolítica y la generalización de la corrupción) de las últimas cuatro décadas (1980-2021), deben ser pensados tomando en cuenta el devenir integral de nuestro país y los aportes interesantes de nuestros pensadores, más allá de las orientaciones de los mismos. Cuando seamos capaces de concebir al Perú como un gran problema, con múltiples aristas, seremos capaces de buscar las soluciones que precisa. Pues no hay respuestas universales para construcciones particulares, como un país.
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