El sistema democrático peruano parece no agotar sus impulsos autodestructivos. Las instituciones públicas tradicionalmente débiles; los embates de la corrupción en sus diversas facetas, y particularmente la de carácter transnacional; la inexistencia de mecanismos para la formación de nuevos líderes políticos; y, la sostenida deslegitimación y obsolescencia de los partidos políticos, son algunos de los factores causales y resultantes de la progresiva y sistemática erosión de nuestra democracia. Las evidencias están a la vista: en las recientes elecciones generales, los ciudadanos hemos tenido que escoger primero entre un abultado menú de opciones poco digeribles, y luego entre dos candidaturas extremas de escasa legitimidad. El precio de tal situación es inmenso y, como suele ocurrir, los postergados de siempre son sus principales víctimas. La desaparición de las opciones partidarias del centro político es también causa y resultante en este escenario.
La polarización política es actualmente una tendencia universal, que afecta tanto a las democracias maduras como a las precarias; y mucho de su origen se debe a las desbocadas libertades que las redes sociales nos permiten, en tanto son un espacio en el que la falsedad y la verdad se confunden como si fuesen equivalentes, y donde las personas se atreven a expresarse de modos en los que no se atreverían presencialmente. Adicionalmente, las redes sociales tienden a propiciar la radicalización y la polarización, en tanto facilitan que solamente nos veamos expuestos a puntos de vista que coinciden con los propios, creando un “efecto túnel” en el que nuestros sesgos y yerros cognitivos se amplifican.
La periodista brasileña Eliane Brum describe con acierto cómo las redes sociales posibilitan la perversión del sistema democrático hasta destruirlo, empezando por lo que ella denomina la corrosión del lenguaje: “Para preparar el golpe, primero, se invierte en subjetividades. Por la capacidad de los discursos de viralizar en las redes sociales y por la rapidez con la que se producen y reproducen imágenes en internet, la sociedad ‘acepta’ lo inaceptable. Luego, comienza a asimilarlo y, finalmente, a normalizarlo. Cuando el golpe se produce formalmente, ya está interiorizado.”
Diversas variables de catadura histórica concurren para mostrarnos en toda su complejidad la crisis de los sistemas democráticos contemporáneos. No corresponde aquí analizarlas en su variedad y complejidad, pero cabe dejar trazos en pocas pinceladas. De un lado, los ideales e instituciones típicas de los órdenes democráticos, acrisolados hace más de dos siglos, han evolucionado poco, y particularmente en el contexto de la actual pandemia de la COVID-19 generalmente han mostrado su poca eficacia para dar cara a los retos del momento. Del otro, los sistemas de partidos que emergieron en la posguerra mundial, particularmente en los países desarrollados pero que lograron cierto contagio entre los demás, basaron su sostenibilidad en la activa protección social del Estado de bienestar que promovieron, la cual en parte fue estimulada por el afán de contener el arraigo de la influencia soviética en sus jurisdicciones.
Disuelta la confrontación bipolar, promovido el retraimiento del Estado ante la deificación del mercado, expandida la globalización y decimado el sindicalismo, el sistema de partidos de la posguerra fue perdiendo eficacia y vigencia. Nuevas expresiones políticas han ido emergiendo, algunas bajo ropaje partidario y otras no. Adicionalmente, la emergencia de China como potencia global cocida con retazos de la institucionalidad económica capitalista, pero bajo banderas de autoritarismo monopartidista, representa un factor de competencia efectiva frente a las economías de mercado dentro de naciones genuinamente democráticas.
La restauración democrática iniciada en nuestro país en 1980 y retomada en 2000, ha sido poco auspiciosa. De modo significativo, los yerros y estropicios políticos producidos en estas ya cuatro décadas han sido facilitados por nuestra doble maldición de los recursos naturales abundantes, unos explotados lícitamente y otros de modo abiertamente criminal. Los primeros permiten la prodigalidad fiscal, por ejemplo a través del canon. No es casual que el periodo del superciclo en los precios internacionales de los minerales (entre 2004 y 2014), haya sido el de mayor corrupción tanto en el gobierno nacional, como en los regionales y municipales. Y los promotores de la explotación criminal de recursos naturales (narcotráfico; minería, tala forestal y pesca ilegales) requieren para subsistir corroer la institucionalidad estatal, siendo muy eficaces en tan protervo objetivo.
Si bien es cierto que en el Perú los partidos políticos tradicionales fueron incapaces de regenerarse a través de la promoción de innovadoras propuestas programáticas y de nuevas generaciones de líderes, la década de creciente autoritarismo en los años ’90 deliberadamente propugnó su deslegitimación. La posterior sucesión de liderazgos corruptos en el gobierno ha acabado por sepultar a todo el sistema de partidos políticos heredado de décadas atrás. Y la miope legislación electoral ha agregado lo suyo al privilegiar la vacua formalidad de la presentación de firmas de adherentes para inscribir a un partido nacional o movimiento regional en el Registro de Organizaciones Políticas; en consecuencia, actualmente estamos plagados de clubes de caudillos que operan bajo la ficticia bandera de partido político, no obstante carecer, para merecer tal rúbrica, de identidad ideológica, de actividad orgánica, de militancia activa y de identificación con segmentos significativos de la sociedad.
Las opciones partidarias centristas han coadyuvado a su propia debacle al haber endosado una visión sesgada sobre lo que es la economía social de mercado, que es el concepto establecido en el art. 58º de la Constitución. En puridad, la sacralización del “modelo económico” ha servido para encubrir en nuestro país prácticas anticompetitivas por doquier: monopolios, colusiones, masiva concertación de precios y desprotección de los consumidores, se ocultan bajo el rótulo de economía de mercado. A la vez, la ineptitud estatal se traduce en la falta de acceso de vastos sectores ciudadanos a servicios públicos esenciales, así como en la pésima calidad de éstos; a lo que se agrega además la corrupción generalizada, todo lo cual acrecienta la pobreza, la desigualdad la exclusión, y la pérdida de confianza ciudadana en la institucionalidad democrática.
Las opciones partidarias centristas son un ingrediente fundamental para la sostenibilidad de los sistemas políticos democráticos, para la forja de consensos o al menos entendimientos de gobernabilidad, y para la eficaz convivencia de los ciudadanos en medio de sus diversidades. El centrismo partidario constituye el fiel de la balanza entre los extremos de derecha e izquierda, generalmente más comprometidos con propuestas ideológicas antagónicas y no pocas veces beligerantes. La vigencia y vitalidad de los partidos ubicados hacia el centro del espectro político típicamente tiende a correlacionarse con la densidad de las clases medias. En sistemas democráticos débiles, como es el caso del Perú, el centrismo partidario está llamado a constituirse en un vehículo facilitador del diálogo y de progresiva transformación social dentro de contextos de asimetrías, exclusiones y carencias, a la vez que de garantía para la vigencia de una genuina economía social de mercado.
Es urgente refundar el centrismo partidario en el Perú para revitalizar el sistema democrático y para asegurar su sostenibilidad. Tenemos que rescatar a nuestra patria del extremismo polarizador e inepto. Para avanzar en esa tarea se requiere recuperar los fundamentos ideológicos de equilibrio entre liberalismo económico y político; de solidaridad; y de reconocimiento del rol significativo que el Estado tiene que cumplir como mediador entre intereses y tendencias divergentes, como regulador de los mercados, y como proveedor de servicios públicos con calidad, eficacia, eficiencia y equidad. Sobre tal cimiento, se requiere desplegar iniciativas para la formación masiva de nuevas generaciones de jóvenes líderes, que con pertinacia moral y desde distintas vertientes partidarias abracen esos principios y coadyuven a su enraizamiento en la vida política nacional.
El centrismo partidario tiene que distinguirse por su claridad programática y por su eficacia técnica para implementar las políticas públicas que ella implica, así como por su escrupulosa cautela de la ética en la gestión gubernamental. Debe hacerse eco del clamor ciudadano por la reforma del Estado y la gestación de un pacto social basado en la equidad de oportunidades sin discriminaciones, pero procurando el avance efectivo en tal rumbo de modo progresivo, concertado, y basado en las mejores prácticas de gobernabilidad.
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