Muchos podemos tener las mejores intenciones antes de actuar o decidir. Incluso, podemos llegar a considerar que poseemos muy buenos propósitos. Pero lo visible, lo observable, lo que tiene finalmente repercusión sobre los demás, son los efectos positivos o negativos de esas decisiones. Tener en cuenta esa “regla de oro” nos hacer moralmente responsables. Pues vinculamos los bienes pensados a los medios con los cuales queremos llevarlos a cabo. Es decir, ajustamos inteligentemente nuestros buenos propósitos, con sus medios adecuados, para que tengan un resultado positivo sobre los demás.
En la política, muchos pueden creer tener los mejores propósitos. Por ejemplo, tener la intención, muy noble, por cierto, de reducir las desigualdades y las marginaciones de todo tipo. Pero no dejaran de ser “buenas intenciones” si no se toman decisiones inteligentes que reduzcan -efectivamente- la desigualdad y la marginación. Sin embargo, para tomar esa noble decisión, es preciso contar con los medios adecuados y determinarlos racionalmente. Si no se hace aquel cálculo racional, no deja de ser un “buen propósito”.
Si se ajusta la buena intención con el cálculo inteligente, se buscará prescindir de las soluciones fáciles, cerradas o determinantes. Pues éstas pueden ocasionar mayores perjuicios que beneficios. Más aun, tomando en cuenta que las decisiones políticas tienen repercusiones sociales y económicas. De ahí que las acciones de gobiernos tienen que tener en cuenta el amplio espectro de las consecuencias. La responsabilidad moral, es este caso, es imperativa.
Sin embargo, hay autoridades políticas (o ha habido) que, por ignorancia, superficialidad, rigidez ideológica o por candidez, asumen que sus decisiones de gobierno deben ser evaluadas por sus buenas intenciones, más allá de sus resultados concretos. Si un valor fundamental ético político como la justicia social, fuese sólo ponderado desde la buena intención, no dejaría de ser un noble deseo de reducir, al máximo, las desigualdades. Y sin los medios adecuados ni la inteligencia racional que conduzca dicho propósito, las acciones para limitar las exclusiones sociales generarían más problemas que soluciones. Es decir, más miseria que bienestar.
Aprender a valorar las acciones políticas desde los efectos positivos y sostenibles, no es solo una tarea del político. Es un ejercicio de la ciudadanía crítica. Sobre todo, de los adeptos de determinada agrupación partidaria y a sus votantes. Quedarse en la valoración de las “buenas intenciones” es un acto de irresponsabilidad moral. Implica considerar que se debe evaluar a las autoridades por sus propósitos y no por los resultados sobre las vidas concretas de las personas.
Una “buena intención” puede ser un sentimiento, un anhelo muy noble probablemente, producto de innumerables motivaciones, todas reales, pero muy subjetivas, que atañen a los seguidores de determinada opción política. Pero no será consistente, si no se traduce en un máximo de bienestar, creciente y duradero. Y, para ello se logre dar, es preciso ser moralmente responsable, vincular la buena intensión, los medios y el cálculo racionalmente inteligente. Hay mejores decisiones políticas, por un principio de responsabilidad integral ¿Qué otra razón puede haber?
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