Leí hace unos años un libro erudito en torno a la relación entre lo sagrado y lo simbólico. No interesa ahora el argumento central del libro, sino una sentencia que consigno como testimonio: el descubrimiento de la reciprocidad en la antropología es tan fundamental como lo es la ley de la gravitación universal en la física.
Tremendo aserto viene corroborado por décadas de la observación de conductas y por estudios de campo. Hay, sin embargo, una buena y una mala reciprocidad. Cuando se trata de la mala reciprocidad, la ley tiene que poner límites entre nosotros y decirnos que solo se puede tomar diente por diente y ojo por ojo, y nada más. Ir más allá nos pondría en una situación de riesgo. Esta norma que hoy podría parecernos una barbaridad, era el modo de poner coto a la brutalidad que caracteriza a la especie humana cuando se le deja libre. Tenemos vestigios de esta norma, conocida como ley del Talión, desde el código de Hamurabi, es decir desde el siglo XVIII a. C.
Por la mala reciprocidad devolvemos mal por mal y a aquel que me ofende, lo ofendo y con mayor vigor para impedirle que tenga todavía fuerza para tomar represalias. Esto explica que en el espiral de la violencia la respuesta sea cada vez más severa; se trata de dejar al enemigo destruido. Pero dejemos de lado esta mala reciprocidad.
La buena reciprocidad ha construido los intercambios en las sociedades desde que aparecen los primeros homínidos (hace cien mil años) hasta el día de hoy. El celebrado trueque del mundo andino corresponde, punto por punto, con la lógica de la buena reciprocidad que hizo posible la sobrevivencia y más tarde la construcción de instituciones y ciudades.
Dicho esto, la buena reciprocidad supone que hay un reconocimiento de la otra parte como un igual; esto hace posible que entremos en relaciones de intercambio. Aunque las condiciones fueron muy distintas, en las décadas de 1970, 1980 y 1990 miles de peruanos migraron a Venezuela con el fin de encontrar condiciones de desarrollo personal y familiar. Probablemente, muchos de los peruanos que emigraron tuvieron además la suerte de mejorar tanto que pudieron enriquecerse.
La situación del presente es inversa. Miles de venezolanos salen de su país también en busca de condiciones de vida más digna, más justa y más humana. Nos toca acogerlos, pero que no se me malentienda. No nos toca hacerlo porque en el pasado los peruanos fueron recibidos por este hermano país. Nos toca porque la buena reciprocidad supone mirarlos como iguales; reconocerlos y corresponder a una situación de crisis por la que quienes son como nosotros se ven obligados a dejar a los suyos, su tierra, sus costumbres y su vida solo para poder seguir viviendo. Solo el arrancarse ya es una condición que no se le desea a nadie y recibirlos en el marco de nuestras posibilidades es algo que haría cualquier ser humano que sabe pararse frente a otro que es su igual.
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