Sócrates no escribió, pero enseñó. Sabemos de él gracias a su discípulo más conocido, Platón, y, también, gracias al historiador Jenofonte. En esas fuentes y otras, descubrimos que el ejercicio vital del filósofo ateniense se identificó con su labor intelectual, dedicada a fomentar, entre sus discípulos y conciudadanos, la examinación incesante de creencias e ideas que dan por ciertas sin mayor escrutinio crítico. Así, el maestro desafió a varios de sus colegas temporales, los sofistas, a ser capaces de explorar, con radicalidad crítica, sus argumentos sustentados en la acrobacia retórica y en la eficacia seductora de la frase aparentemente bien construida. A Sócrates no le interesaba “ganar” una discusión (probablemente, las hubiera “ganado” si esa era su decisión). Más bien, procuraba que su interlocutor cayera en la cuenta de que, efectivamente, sabía muy poco o casi nada. Y, desde esa certeza, la ignorancia asumida con serenidad, buscar la verdad que subyace en lo aparente.
¿Por qué a Sócrates estaba convencido de este camino crítico? Porque era consciente del valor de la verdad en el mundo político. Pero no se trataba de una “verdad informativa”, como la que se puede ventilar en la prensa o en las redes sociales. Por el contrario, se trataba de la verdad producida desde la reflexión exhaustiva sobre un asunto. En su contexto público, el filósofo reconocía que la democracia de Atenas tenía un enorme potencial político moral, pero que, sin el examen profundo de las creencias e ideas, podría degenerar y caer en la injusticia, y en una infinidad de calamidades sociales.
Si queremos contextualizar la enseñanza socrática en nuestros días, se nos alertaría sobre el peligro de aceptar cualquier información sin el mayor tamiz crítico, pues ésta reforzaría prejuicios, dogmas; apresurándonos a tomar decisiones poco meditadas. Más bien, se trataría de cuestionar al ciudadano si, efectivamente, esa idea tenida por cierta está sustentada en la honesta búsqueda de la verdad de un asunto y en el análisis de las consecuencias sobre la vida de las personas. Pues quien busca la verdad no se contenta con la fácil solución que proviene de la percepción personal. Por el contrario, se encuentra en disposición de hallarla aun cuando en su búsqueda cuestionemos aquello que creemos con tanto ahínco.
Sócrates entendía la magnitud de lo que se juega en la esfera política. Debido que, en el ámbito de la decisión y de la acción pública, las repercusiones son amplias, afectando a todos o la mayoría de los ciudadanos. De ahí que es fundamental superar el espejismo del relativismo moral y sus repercusiones en el espacio político. Pues, si se toman decisiones a partir de pareceres (en asuntos que no son opinables), es evidente que las consecuencias serán muy perniciosas. Una convicción o acción política, basada en conocimientos superficiales, deja de lado la entraña profunda de los asuntos humanos. Y, cuando eso ocurre, abrimos las puertas a las más diversas manifestaciones de injusticia. En ese sentido, recordemos que el mismo filósofo, fue víctima de un juicio sustentado en perspectivas parcializadas, las mismas que no estaban ancladas en criterios objetivos de verdad y bien.
Es evidente que la verdad objetiva y el bien objetivo no son de fácil acceso intelectual. Precisa de un esfuerzo notable de humildad y, al mismo tiempo, de una firme y persistente disciplina y rigor para indagar en la trama invisible de un asunto. Sin embargo, es de gran ayuda personal y colectiva, aprender a dudar de lo obvio. Cuestionar las obviedades que se dicen por doquier y se repiten sin cesar en los diversos espacios de socialización. Asimismo, recordemos que, si no examinamos nuestras percepciones, asumidas como “verdaderas”, podemos ser, todos, inmensamente injustos y, por lo tanto, cómplices activos del mal. Por todas estas consideraciones, ahora, como hace veinticinco siglos, el legado socrático sigue teniendo una persistente vigencia.
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