El reconocido sociólogo norteamericano Daniel Bell (1919-2011), en su célebre trabajo El Final de las ideologías (1960), observó que en las sociedades occidentales habían superado los modernos conflictos ideológicos, debido a la generalización del Estado de bienestar y a la gestión política y administrativa de los asuntos políticos y económicos. En ese escenario, la distinción y lucha histórica entre la “izquierda” y la “derecha”, iba paulatinamente a desaparecer en pos de un consenso público que unía las potencialidades productivas del capitalismo con la distribución de beneficios sociales por parte de los estados. Se habría encontrado la “fórmula mágica” que garantizaba crecimiento y distribución, generalizándose el bienestar.
El mismo Bell, en otro de sus trabajos, Las contradicciones culturales del capitalismo (1977), observó que el Estado de bienestar estaba socavando el principio que había dado origen al capitalismo: la ética protestante. Ello, a la larga, ponía en riesgo los pilares sobre los que se asentaba la modernidad capitalista.
Ciertamente, la revolución neoconservadora de los años ochenta (reaganomics), abogó por el retorno de las ideas económicas del librecambismo clásico, con la expansión de la economía de oferta y la disminución del estado de bienestar. Al mismo tiempo que el imperio soviético se extinguía a finales de esa década, la globalización neoliberal se convertía en el único esquema posible para el mundo. Así, a lo largo de los años noventa y la primera década de este siglo, la economía de mercado parecía no tener ningún contendor. Eran los tiempos en que se creía que el mercado poseía una similar consistencia universal a la naturaleza. Y que su aplicación podría generar las mismas consecuencias en cualquier contexto social y cultural. Todo ello, junto a la expansión de cierta idea de democracia sostenida en derechos individuales, que se consideraban naturales.
Pero no fue así. Siempre hay efectos no previstos en la aplicación de los programas económicos. Y junto a una seguidilla de crisis económicas (1998, 2001, 2008), los nacionalismos, los populismos, los fundamentalismos religiosos, se fueron exacerbando y crearon las condiciones para nuestra “escena contemporánea”.
Al hacerse las sociedades más transparentes por los medios de comunicación, de información y por las redes sociales, se han visibilizado la infinidad de variantes de la experiencia humana y salen a luz las tensiones de la misma. De igual modo, el fracaso y el triunfo de gobiernos de diversas tendencias, hacen que los conflictos ideológicos se evidencien de forma resuelta. Las variantes de la “derecha” y de la “izquierda” vuelven a mirarse cara a cara, como lo largo de los últimos dos siglos.
Asimismo, en diversas partes del mundo, se apela abiertamente a la nación, a la cultura, al individuo, a la raza, a la religión, al grupo, entre otros. Se enfrentan la “ideología de género” y la “ideología de la familia”, el “marxismo cultural” frente a “los liberalconservadores”, los “medioambientalistas” contra “los negacionistas del cambio climático”, “proteccionistas” frente a “librecambistas”, etc, etc. Desde Estados Unidos a Venezuela, de Francia a Argentina, de Brasil a Hungría, de Rusia a Inglaterra, los combates ideológicos se abren. Incluso, si miramos con atención, también en nuestro país. ¿Estábamos al final de las ideologías? No. Simplemente, habíamos dejado, un tiempo, de hablar de ellas.
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