Immanuel Kant (1724-1804) es uno de los filósofos más importantes de la historia del pensamiento occidental. Su influencia ha sido tan notoria en la renovación de la teoría del conocimiento, en la ética y en diferentes disciplinas filosóficas, a tal extremo, que buena parte del desarrollo de las ideas y del modo de pensar a la ciencia, sería imposible sin su obra. Con Kant hay un antes y un después. Muy pocos filósofos pueden ostentar una dimensión de esta magnitud.
Kant nos sugirió considerar que el ejercicio del pensamiento se encuentra condicionado por las características humanas del entendimiento. Es decir, que nos relacionamos con el mundo a partir de un conjunto de rasgos – categorías- que nos son a priori. Una consecuencia de esto es tener en cuenta que aquello que consideramos “realidad” proviene, en parte, de las reglas interiores de nuestro intelecto. De ahí la necesidad de someter a crítica a la “razón pura”, a fin de definir hasta dónde podemos conocer. El sujeto humano conoce, pero lo hace desde su propia manera de conocer el mundo.
Consciente de este punto, Kant se preguntó sobre las cuestiones que delimitan nuestro accionar moral en mundo. La acción moral del sujeto humano se encuentra igualmente condicionada, de ahí el interrogante kantiano sobre los límites de lo que podemos hacer. La “razón práctica” debe ser sometida a escrutinio crítico para establecer bajo qué condiciones somos libres. Y somos libres en la medida que nos sometemos a reglas que nosotros elaboramos racionalmente y universalmente. El giro hacia la responsabilidad moral del sujeto es un rasgo de su ética. De ahí que la acción dirigida hacia el bien es consecuencia de la voluntad: “nada es más bueno en el mundo que una buena voluntad”. Es decir, decidimos ser buenas o malas personas. Ese rasgo es plenamente humano.
Se ha escrito mucho y bien sobre el gran Kant. Los títulos de sus obras más renombradas son bastante conocidos. No vamos a abundar en ellos. Sin embargo, queremos terminar esta nota de invitación con un pasaje de la conclusión de la “Crítica a la razón práctica”, en el que Kant nos confiesa cuáles son los grandes temas de su obra, el sujeto ante la totalidad y el sujeto ante las reglas que le permiten convivir entre humanos:
“Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes cuanto más reiterada y persistentemente se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado que está sobre mí y la ley moral que hay en mí. Son cosas ambas que no debo buscar fuera de mi círculo visual y limitarme a conjeturarlas como si estuvieran envueltas en tinieblas o se hallaran en lo trascendente; las veo ante mí y las enlazo directamente con la conciencia de mi existencia. La primera arranca del sitio que yo ocupo en el mundo sensible externo, y ensancha el enlace en que yo estoy hacia lo inmensamente grande con mundos y más mundos y sistemas de sistemas, y además su principio y duración hacia los tiempos ilimitados de su movimiento periódico. La segunda arranca de mi yo invisible, de mi personalidad y me expone en un mundo que tiene verdadera infinidad, pero sólo es captable por el entendimiento, y con el cual (y, en consecuencia, al mismo tiempo también con todos los demás mundos visibles) me reconozco enlazado no de modo puramente contingente como aquél, sino universal y necesario. La primera visión de una innumerable multitud de mundo aniquila, por así decir, mi importancia como siendo criatura animal que debe devolver al planeta (sólo un punto en el universo) la materia de donde salió después de haber estado provisto por breve tiempo de energía vital (no se sabe cómo). La segunda, en cambio, eleva mi valor como inteligencia infinitamente, en virtud de mi personalidad, en la cual la ley moral me revela una vida independiente de la animalidad y aun de todo el mundo sensible, por lo menos en la medida en que pueda inferirse de la destinación finalista de mi existencia en virtud de esta ley, destinación que no está limitada a las condiciones y límites de esta vida” ¿Hermoso? Sin duda.
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