En el inicio de la adaptación cinematográfica de El Proceso de Kafka, el gran Orson Welles construye un escenario infernal donde un hombre, esperando entrar a la “puerta de la justicia”, muere. En el final del lúgubre discurso, el “gendarme” (que cuida el palacio de la ley) le dice cínicamente a nuestro moribundo congénere: “nadie más podría ser admitido aquí, porque esta puerta estaba hecha para ti”. Es decir, pudo y debió acceder a la justicia porque era un derecho suyo y no una prerrogativa burocrática.
En el imaginario kafkiano se plantea una poderosa crítica a la sociedad burocratizada, que deshumaniza nuestras relaciones hasta llevarnos a una muerte absurda. El comienzo de El Proceso resulta contundente: “Alguien tenía que haber calumniado a Joseph K., pues fue detenido sin haber hecho nada malo”. Lo tremendo de la historia es que el protagonista es asesinado sin saber nunca por qué. E, incluso, antes de su muerte, él mismo había admitido cierta culpabilidad sin haber delinquido. De ahí la absurdidad de este “proceso”. No tiene una causa definida y, tampoco, un término definido. En la sociedad burocrática estamos condenados a vivir “procesos” sin saber por qué ni para qué.
La tragedia inventada por Kafka revelaba uno de los aspectos más oscuros de la instrumentalización integral de la sociedad. Mientras más compleja se hacía la estructura productiva, más complejos eran los procesos gestión burocrática. Así, una jungla descomunal de formulismos se iba construyendo casi en todas las sociedades, bajo la justificación fáctica de facilitar la funcionalidad del sistema social.
Es curioso, pero tanto el aparato estatal como el aparato corporativo privado se fueron convirtiendo en verdaderas maquinarias burocráticas. En el caso del Estado es clarísimo. Las burocracias, como bien cuestionó Mises, tienden a complicar los procesos para evidenciar más poder y control sobre las sociedades y los individuos. En el caso de las corporaciones, el burocratismo es más sutil: suele construir una extensa red de protocolos inentendibles a fin de evadir o evitar sus responsabilidades.
La evolución tecnológica informática le ha dado mayores medios de control a las burocracias, teniendo un poder que resulta colosal cuando lo comparamos al de una persona. Lejos de facilitarle la vida a los ciudadanos o a los clientes, las estructuras burocráticas empiezan a ceder mayor autonomía a las redes informáticas. Llegando al absurdo que la vida de las personas termina siendo decida por un algoritmo y por un formulario.
Hannah Arendt, en su ensayo Sobre la Violencia, consideraba “que la burocracia o dominio de un complejo sistema de oficinas en donde no cabe hacer responsables a los hombres podría ser adecuadamente definida como el dominio de Nadie”. En este “dominio de nadie” no podría determinar responsabilidades, porque el sistema burocrático es el que toma las decisiones. Esa maraña despersonalizada y laberíntica de formulismos nos lleva irremediablemente al “enloquecimiento”.
En el noveno círculo del infierno que Dante Alighieri construye en La Comedia, se encuentra el “cocito”, un inmenso lago congelado donde los castigados sufren dolores inimaginables debido al extremo frío. El genio de Dante fue capaz de comprender la estructura maligna en su plenitud: la frialdad extrema que se precisa para hacer mal. De algún modo, los sistemas de gestión burocráticos informatizados, carentes de la dimensión ética social, pueden resultar profundamente dañinos e incidir en la “infiernanización de la vida social”, tal como afirmaba el eximio dantófilo peruano Leopoldo Chiappo.
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