Y esta historia se inicia a mediados del siglo XIX, cuando el compositor alemán Richard Wagner, (1813-1883), al igual que otros pensadores y artistas del periodo romántico, planteó la teoría de la “obra del arte del futuro”: el arte tradicional –el canon clásico– limitaba la expresión subjetiva y, por lo tanto, la posibilidad de comunicar ideas políticas, filosóficas, culturales, entre otras. El “arte del futuro”, convertido en “obra de arte total”, debería subordinarse a las ideas y disolverse en una serie de conceptos y sensaciones.
A finales siglo XIX e inicios del siglo XX, las teorías estéticas de Wagner obtuvieron una rápida generalización y aceptación. Había irrumpido en la trama social de occidente lo que Marshall Berman llamó “público moderno”, producto de un conjunto de cambios sociales, económicos y políticos, muy radicales y vertiginosos. Este “público moderno” estaba dispuesto a aceptar “lo nuevo”, porque cultural y conductualmente, se había distanciado de los comportamientos tradicionales y de los valores habituales. En la interacción entre “artista moderno” y “público moderno” fueron surgiendo, una tras otra, las llamadas “vanguardias históricas”. A pesar de sus diferencias programáticas, estos movimientos intentaron borrar los límites entre artista y público y entre arte y no arte. Pues como proyecto modernizador, las vanguardias buscaban generalizar la experiencia creadora, democratizándola.
Fue hacia 1916, cuando el expresionismo, el cubismo y el abstraccionismo, ya habían logrado trasgredir plenamente la figuración académica, en el que apareció el poderoso y diverso movimiento “Dadá”, que congregó a artistas tan dispares como Tzara, Duchamp, Arp, Picabia y Man Ray. Mientras el orden político y social europeo se hacía trizas por la Primera Guerra Mundial y la Revolución Bolchevique, en Zúrich, Suiza, los “dadaístas” planeaban –siguiendo a Nietzsche– el cuestionamiento radical de los principios y valores de la tradición occidental. La Primera Guerra Mundial fabricaba cientos de miles de muertos en “las trincheras”, haciendo imposible volver a pintar un bodegón o un paisaje bucólico ¿Era posible pintar al modo académico teniendo una máscara de gas en el rostro y un lanzallamas en las manos? Pues no. La realidad social y visual se había alterado enormemente. Y el arte recepcionaba, a su modo, aquel “apocalipsis”.
Ya cuando el inteligente Francis Picabia (1879-1953), tituló irónicamente una bujía de auto con el rótulo de Retrato de una muchacha americana en estado de desnudez, de 1915, se evidenciaba la arbitrariedad del signo lingüístico y, por lo tanto, la posibilidad de romper el vínculo realista entre palabra y objeto. Sin embargo, Marcel Duchamp (1887-1968) fue más lejos con Fuente, de 1917. Un urinario masculino, expuesto en una galería de Nueva York de aquel año. Con esta obra, Duchamp, entre otras cosas, nos inducía pensar que lo que entendemos por arte es una convención social y que las obras adquieren sentido dependiendo del contexto en donde se muestren. Por ejemplo, imaginemos, por un momento, el Cristo de Velázquez en una discoteca. Su hondo sentido religioso, sería trasgredido plenamente y adquiriría otro significado. Man Ray (1890-1976), al igual que Duchamp, profundizó en la propuesta de descontextualizar objetos, pero en la fotografía. Regalo, de 1921, una plancha de ropa con clavos en la base liza, traicionaba el sentido del objeto al hacerlo inútil. Porque al trasgredir la finalidad originaria, la razón de ser queda eliminada.
La “imaginación dadaísta” se expandió hacia el “pop art”, hacia al “arte conceptual”, hacia “Fluxus”, entre otros, y se multiplicó al infinito en un sinnúmero de propuestas creativas en los últimos 50 años. Llegó a la cultura de masas, ya sea en la música, en el cine, en la publicidad, haciéndonos creer que cualquiera de nosotros podía llegar a hacer “arte”. Basta ver a cualquier muchacha o muchacho tomar fotografías con su smartphone e interviniéndolas con múltiples filtros de mil y una maneras, para darnos cuenta del triunfo del “Dadá” un siglo después de su aparición.
El asunto del plátano de marras no es preguntarnos si esto “es” o “no es” arte. Muchos límites éticos, epistemológicos y estéticos se han esfumado hace un siglo y vamos caminando sobre tierra incierta desde entonces. El problema, creo, es que nos hemos olvidado cómo llegó un plátano a una galería de arte. Pues bien, arte o broma, lo cierto es que hay una historia que debemos contarla…De nuevo.
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