El panorama social que habrá dejado tras si la pandemia, será desolador. Millones de personas volverán a ser pobres y, otros, profundizarán su pobreza. Muchas medianas y pequeñas empresas estarán colapsadas. Y, los estados, con enormes endeudamientos y con abultados déficits fiscales. Las cadenas productivas y de consumo, gravemente afectadas por un tiempo indeterminado. Y los organismos de cooperación internacional con serios problemas de financiación.
Esa situación inevitable será global. Y no es necesario tener algún poder predictivo para avizorarla. Sin embargo, estamos seguros de que harán todos los esfuerzos para poder reconstruir nuestro mundo. Pero la reconstrucción tras la COVID-19 debería estar signada por un conjunto de criterios éticos fundamentales, asumiendo que el ser humano no puede – jamás– estar subordinado a los medios que él mismo ha creado.
Es claro que la COVID-19 ha puesto en evidencia las enormes fisuras de nuestros sistemas de organización social. Por ejemplo, se ha permitido por décadas que los servicios de salud públicos no estén en condiciones de prestar auxilio adecuado en situaciones ordinarias y extraordinarias. Asimismo, se hecho patente la gran vulnerabilidad social y económica de millones de personas que no tienen garantizados sus derechos sociales y laborales básicos.
Las respuestas erráticas de muchos gobiernos, incluidos los de nuestra región, pone de manifiesto la inconsistencia de las formaciones profesionales de quienes toman decisiones. Y no se trata de experiencia en la gestión pública. Sino de la ausencia de una perspectiva integral que entienda el mundo social como un sistema complejo de interacciones. Una vez más, las visiones excesivamente técnicas de la gestión de poder han sido más que una solución un problema añadido.
Todo indica que debemos cambiar de paradigma. La realidad nos los exige. En ese nuevo escenario, el axioma moral humanista, la dignidad objetiva de la condición humana, debería ser el punto de partida. Y no se trata de un antropocentrismo que subordina a la naturaleza a los intereses del ser humano. Por el contrario, de un humanismo que se reconoce como parte de la cadena de interacciones vitales, de la casa común de todos los seres vivos: el planeta tierra.
Tras la COVID-19 deberíamos aprender que las teorías, escuelas y prácticas económicas no pueden estar al servicio de la acumulación del poder. Porque, cuando eso ocurre, convertimos al ser humano en un medio para acrecentar el lucro. Y en nombre de esa mediatización de la condición humana, vulneramos todos los derechos humanos, los ciudadanos y los sociales. La terrible locución “sobrecosto laboral” debería ser considerada un agravio a la condición humana, porque nuestra dignidad jamás puede ser considerada un costo. Cuando olvidamos el axioma humanista y transformamos al ser humano en cosa, abrimos la puerta a todas las injusticias.
Tras este duro aprendizaje colectivo, los estados deberían orientar sus esfuerzos a fin de construir, junto con la sociedad, las bases sólidas de un bienestar general, que le permita a las personas acceder a salud y educación de calidad, a prestaciones sociales y laborales, justas y sostenibles. Finalmente, crear las condiciones sociales para dirigirnos hacia un ecosistema político donde la crítica racional y libre sea la base de la ciudadanía. El humanismo no pierde vigencia.
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