Esta semana recibí mi segunda dosis de Pfizer por haber sido diagnosticado hace algunos años con una de las enfermedades raras o huérfanas que se encuentran en el padrón de vacunación. Dos días aproximadamente duraron los síntomas nada atípicos que se suscitaron a raíz de un sistema inmunológico muy reactivo, rasgo característico de la adultez temprana: fiebre, malestar general, dolor de cabeza, escalofríos, dolor muscular y articular, y cansancio —nada que una gripe común y corriente no nos haya hecho conocer antes de la tan malhadada pandemia—. De ahí que mi comunicación virtual con mi sobrino (comunicación que religiosamente se repite, desde que nos mudamos a diferentes hogares a principios de este año, los mismos días de cada semana sin que ninguna interferencia pueda colapsar la potencia de esa habituación) se haya visto interrumpida por un periodo nada extenso, pero bastante significativo para alguien que ha tenido que afrontar, de cierta manera, pérdidas a muy corta edad. Este tipo de situaciones, aun cuando se le informan para que no le tomen por sorpresa, le representan tanto que suele reaccionar, manifestando comportamientos de rechazo (p. ej., hacerse el dormido durante la llamada) y de suspicacia (p. ej., dudar de la veracidad de las explicaciones que se le brindan sobre el porqué del ausentismo temporal).
Para que se entienda mejor el punto de esta columna, es importante que sepan dos datos conexos. El año pasado, específicamente, un día antes del inicio de la primera cuarentena, empezamos a vivir en el mismo espacio físico. Aunque ya nos conocíamos y él me había visto desde su primer año de vida, nuestro vínculo se había restringido a intercambios de bromas y a juegos que semejaban una lucha grecorromana, nada fuera de la usual en el repertorio infantil. Sin embargo, en ese año que estuvimos en la misma casa, no solo me tomé la libertad de convertirme en su mentor (en encargarme de todos sus asuntos de formación escolar y humana), sino que crucé la línea de la mera formalidad académica y pasé a ser, además, un miembro significativo de su familia. Eso hizo que nuestra despedida, a pesar de lo mucho que conversamos al respecto y del compromiso de seguir en contacto que resolvimos con un abrazo, tuviera un matiz de abandono para él. De hecho, mi padre, minutos después de que él partiera hacia lo que había sido su casa de toda la vida, encontró un dibujo en el que se me veía a mí, algo borrado, algo tachado, acompañado de una frase: «Mi profesor se va para siempre». Esta percepción de abandono se entiende a la luz de lo que él ha vivenciado durante su crecimiento: las mudanzas abruptas de su padre y de su hermano (quienes se muestran infrecuentes en sus visitas y llamadas, por no decir, ausentes).
Las pérdidas que él ha vivido —porque todo alejamiento intempestivo e inopinado sin previa explicación y de larga duración va a implicar una pérdida—, a pesar de sus pequeños nueve años, son las que activan esos mecanismos de defensa. Si observamos la conducta de rechazo bajo la lupa de la teoría de la evolución, vamos a encontrar que es un patrón iterativo en muchas especies de mamíferos que es usado como reprimenda y amonestación ante cualquier intento de apartamiento por parte de las figuras de apego; es una forma de castigo que evita su repetición. Asimismo, este comportamiento, aunado a la suspicacia (además, claro está, de ser formas de defenderse y preservarse), son maneras de poner a prueba la fuerza del vínculo: es como si se procurase golpear y estirar lo más que se pueda esa formación para ver si es tan resistente y no se va a romper ante las fricciones de la vida.
Esta historia se reproduce de forma extendida en algunas familias. Es la historia de muchas y muchos de los que están leyendo esta columna. Pero es importante que sepamos las consecuencias de las pérdidas a temprana edad, incluso cuando las consideremos de menor valor fáctico; y las formas de abordar y de reparar aquellos vínculos que se han roto en niñas, niños, adolescentes y adultos. Este conocimiento hará la diferencia entre percibir una conducta como simple berrinche, mal comportamiento o malcriadez, y entenderla como una posible manifestación de reproche ante una pérdida. Este conocimiento podría ser la cimiente de un nuevo vínculo en algunos hogares.
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