Voy a hablarles del carácter simbólico de las cosas cotidianas de la vida de la forma más simple que pueda. Para ello, voy a recurrir a una escena bastante reciente de mi propia historia. Lo importante de conocer este detalle de nuestra existencia es que podremos encontrarles significados a los hechos que nos suceden y evaluar si muchas de nuestras emociones que, a veces, comandan nuestros comportamientos, están siendo dirigidas de forma automática por esta sombra conceptual que llamamos «el símbolo». En realidad, como veremos, en esta columna, no hay nada tan complejo al respecto que no pueda ser explicado mediante una ilustración.
El punto concreto es que hace poco me mudé a un departamento bastante alto, un acto bastante desenfadado para alguien con acrofobia (miedo a las alturas) como yo. Mi esposa y yo decidimos, con la ayuda y el apoyo de nuestras familias, arrendar un espacio pequeño, pero valga el cliché, acogedor, en un punto céntrico de la ciudad. Desde el momento en el que tomamos la decisión hasta el día en el que nos mudamos, transcurrió tan poco tiempo que la planificación se dio sobre la marcha —aquí hablo de la planificación práctica, pero también de la planificación emocional—. ¿Qué quiero decir con esto último? Pues que toda mudanza, cuando has echado raíces en algún lugar o en algún entorno familiar, implica una despedida, que, naturalmente, lleva a un proceso saludable de duelo. Es, recortando el lado trágico, una separación que «duele» hasta que logras adaptarte. Por esta razón, más allá de la preparación necesaria para que todos los electrodomésticos estén listos y funcionando días antes de la mudanza, toda persona, lo sepa o no, pasa por un proceso de preparación emocional —no es extraño, por ejemplo, que quienes se van a ir de casa se alejen de sus familiares o generen conflictos para distanciarse con más facilidad—.
Esta breve planificación, así como deja vacíos e imperfectos a nivel práctico, también lo puede hacer a nivel afectivo. A veces no logramos cerrar, concretar, sanar, reparar o mejorar algunos vínculos o escenas familiares antes de la partida y eso puede desencadenar algún tipo de conflicto emocional. Es importante saber que, quizás, no notemos este escollo, pero tengamos por seguro que, posiblemente, nuestros comportamientos y nuestras reacciones devengan gracias a la fuerza de estas emociones sin elaborar.
El mismo día de la mudanza —y es aquí donde les hablo sobre lo simbólico— las cajas iban cayendo unas sobre otras en la sala. Esto creaba un gran desorden, un «manifiesto desorden». Apenas me lavé y me cambié de ropa como medida contra la COVID-19, decidí que lo que había que hacer, sin importa qué, era arreglar toda esa entropía y colocar cada cosa en su lugar. Me enfrasqué como un soldado que persigue un objetivo en la tarea de ordenarlo todo y no dejar un solo objeto suelto. Aunque pasó la medianoche, perseveré en mi intento. Mi esposa me habló de los pasos que uno sigue en un proceso, de la paciencia y del carácter paulatino de las cosas. Pero un soldado tiene una meta y debe cumplirla, así que seguí. Sin embargo, en un momento, me senté a descansar por un breve momento y me puse a pensar por qué tenía la necesidad de ordenarlo todo de una vez. Me di cuenta de algo: aquellas cajas apiñadas simbolizaban y me hacían notar mi propio caos, mi «manifiesto desorden emocional» a raíz de la separación con mi familia nuclear. Como yo no lograba ver lo que sucedía dentro de mí, como el tiempo o mis defensas inconscientes no me permitieron lograr una separación deseada desde mi propia expectativa, lo único que podía hacer era intentar ordenar lo que sí veía: aquellas cajas que me recordaban lo que llevaba dentro.
Les cuento esto para que, cada cierto tiempo, nos detengamos a pensar si algo de nuestro entorno nos está recordando o está simbolizando algún aspecto interno que no hemos elaborado. Este solo consejo puede ayudarnos a detener algunos comportamientos automáticos que venimos repitiendo.
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