La semana pasada, antesala a la Navidad, asistí a una reunión de confraternidad virtual para, de alguna manera, mantener la costumbre de cerrar el año con una velada mitad celebración, mitad reflexión. En medio de la comparsa de bromas y memorias cargadas de chistes internos —los chistes internos son parte de la historia de todo grupo humano que ha atravesado diferentes etapas—, el gerente general de la empresa, quien también es nuestro amigo, nos preguntó: «¿Qué aprendizaje se llevan de este año?». Yo soy ambivalente frente a este tipo de cuestionamientos: por un lado, al ser psicólogo clínico, considero que es una pregunta de gran importancia que nos permite la aprehensión, recopilación y síntesis de aquellas lecciones que nos ha dejado un periodo y que son necesarias para nuestra adaptabilidad y nuestro bienestar en el futuro; por otro lado, soy reacio a realizar un proceso de tanta responsabilidad y juicio con tanta celeridad. Por esta razón, decidí ceder mi turno a todas y todos los demás para poder ganar un poco más de tiempo y, así, llegar a una conclusión prudente. Pese a ello, el tiempo quedó corto, puesto que solo pude extraer un aprendizaje significativo del año 2020.
Aunque es de suma trascendencia para nuestra vida que realicemos este ejercicio cada cierto tiempo —generalmente, se lleva a cabo a fin de año, en tanto es una fecha que simboliza el cierre de una etapa—, hay que tener en cuenta el funcionamiento de nuestro cerebro, pero, principalmente, de nuestra consciencia, la encargada de abstraer los aprendizajes más sustanciales. Cuando nos hagamos esta pregunta, se va a activar un proceso consciente, el cual llamaremos «pensamiento analítico». Gracias a él, de la misma forma que solemos determinar que «10 x 24» es igual a 160, somos capaces de seguir una línea de razonamiento lógico, de extraer principios y reglas de la realidad, y de concluir deducciones y corolarios específicos y generales. Sin embargo, no es tan simple como parece. Muchas de nuestras emociones o de los sucesos que han sido parte de nuestro año pasan desapercibidos para nuestra consciencia, debido a que han sido tan fuertes para nuestra capacidad de afrontamiento que han sido soterrados en el olvido. En otros casos, aunque sí somos conscientes de esas emociones y episodios, es decir, sabemos qué sentimos y qué fue lo que nos hizo sentir así, no le otorgamos la importancia que realmente tuvo el evento que nos marcó. Esto último, de hecho, es un mecanismo de defensa que busca virar los reflectores hacia otro lado, de lo contrario la luz podría hacernos ver algo que no queremos. Así como estos ejemplos de los que les hablo, existen muchos más.
Es por ello que, si intentamos responder esta pregunta en un corto periodo, lo más probable es que solo logremos ver lo más superficial, aquello que nos quiere mostrar nuestra consciencia, pero no necesariamente aquellas lecciones verdaderamente importantes. Para sobrellevar esta estratagema que nos pone en el camino nuestra consciencia, podemos tener bajo la manga una estrategia. Se trata de dilatar el periodo para responder la pregunta: lo que yo les recomiendo es que no se apresuren en la búsqueda de aprendizajes. Es, como les comento, un proceso bastante complejo que requiere de cierto tiempo para irse simplificando. El último mes del año, por ejemplo, puede ser un lapso propicio para dejar andar esta pregunta. Tampoco significa que debemos presionarnos para cerrar el último día del año con todos los aprendizajes que hemos conseguido; no se trata de generar más estrés, sino de hacer conscientes nuestros avances. Esta búsqueda, si tenemos estos 30 días de tiempo, puede ser tanto intencional (abrir un espacio semanal y regular para evaluar nuestro año) como latente —puede que, incluso, la pregunta se responda sin que nosotros nos demos cuenta y en los momentos menos pensados—.
Pero, si me permiten una sugerencia, esta misma estrategia conviene establecerla como parte de nuestra rutina y no solo como como desenlace de nuestro cierre de año.
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