Durante la adolescencia, las diferencias entre padres e hijos pueden volverse más marcadas. ¿Qué hay realmente detrás de esos desencuentros y cómo se pueden empezar a superar?
Muchas veces, los adolescentes y sus padres no logran entenderse, y aunque la diferencia generacional parece ser una causa evidente, no es la única. Según la psicóloga educativa Rachel Watson, hay varios factores que explican esta desconexión. Uno de ellos sí tiene que ver con la edad: mientras más grande es la brecha generacional, más difícil se vuelve para los padres comprender los intereses, gustos o modas de sus hijos. Este desfase puede hacer que las conversaciones se vuelvan frustrantes y que los adolescentes sientan que sus padres no los comprenden.
Sin embargo, el problema no recae únicamente en los hijos. A menudo, los adultos cometen errores importantes en la forma en que se comunican. Muchos tienden a etiquetar a los adolescentes como problemáticos o rebeldes sin detenerse a revisar su propio rol en los conflictos. Watson explica que el conflicto no siempre es negativo, simplemente significa que hay un desacuerdo. El problema es que muchos adultos llegan cargados de estrés o mal humor, y eso hace que cualquier conflicto termine en una pelea. La falta de habilidades para comunicarse sin herir o imponer es uno de los errores más comunes en estas relaciones.
Además, es completamente natural que durante la adolescencia los hijos comiencen a distanciarse de sus padres. Es una etapa en la que necesitan buscar su propia identidad, lo cual implica pasar más tiempo con amigos y menos con la familia. Este alejamiento no debe alarmar a los padres si se da de forma equilibrada. El riesgo aparece cuando esa distancia se vuelve total, porque entonces hablamos de una ruptura en el vínculo emocional. Los padres deben aceptar que sus hijos los necesitan de manera distinta, pero eso no significa que ya no los necesiten.
Cuando la comunicación se rompe, surgen las luchas de poder. Los padres intentan imponer reglas, mientras que los hijos, en su necesidad de autonomía, se resisten. Aquí también hay una confusión frecuente: algunos adultos creen que para llevarse bien con sus hijos deben complacerlos en todo. Watson aclara que ser comprensivos y afectuosos no implica renunciar al rol de padres. Es necesario poner límites, aunque eso ocasione momentos de molestia. Aprender a negociar, ceder en algunos temas y mantenerse firmes en otros es clave para una relación sana.
Para reducir esta brecha, los padres deben comenzar por observar más a sus hijos, interesarse genuinamente por lo que les gusta: qué música escuchan, qué series ven, qué videojuegos juegan. En vez de criticar o desvalorizar sus intereses, pueden usarlos como una puerta para acercarse. Engancharse desde lo que le interesa al adolescente permite luego introducir otros temas de conversación. Si los hijos notan interés auténtico, es más probable que se abran.
También es fundamental crear espacios de encuentro y conversación. A veces no es fácil que el adolescente hable, pero si el padre o madre insiste de forma amable y está disponible, el hijo sabrá a quién acudir cuando lo necesite. Preparar el terreno para una buena comunicación requiere paciencia y también implica que los adultos trabajen en la regulación de sus emociones. Si un padre reacciona con gritos o agresividad, el adolescente se cerrará, incluso cuando más necesite apoyo.
Finalmente, si la distancia crece a pesar de todos los esfuerzos y los conflictos se vuelven frecuentes o intensos, buscar ayuda profesional es una opción válida. La terapia familiar o individual puede ofrecer herramientas valiosas para reconstruir el diálogo y recuperar el vínculo.
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