Al igual que las teorías de la conspiración o las fake news, las leyendas urbanas responden a la necesidad antropológica de ordenar la incertidumbre.
El mundo real, dominado por la probabilística, a menudo es tan molesto al sentido común que parece preferible ignorarlo. Las “verdades” que podemos encontrar en él son provisionales y están sometidas a ese constante proceso de discusión y revisión metódica al que llamamos ciencia. Afortunadamente existen las leyendas urbanas, caracterizadas por ser historias redondas, argumentalmente cerradas, con el aspecto de ser “demasiado buenas”.
En el pseudomundo imaginado, fantástico y perfecto del cine, la creación literaria y el imaginario popular no existe ese problema. Es habitual que tenga más sentido asumir tales relatos perfectos que comprender parcialmente un hecho real complejo. Para la mayor parte de las personas, la certeza del dato, en tanto que abierta, interpretable, costosa y con aparente poco sentido, supone una molestia.
El valor de una buena historia
Según Jan Brunvand, experto en folclore popular, estas leyendas son fábulas que relatan acontecimientos reales, aunque raros, que le pasaron a alguien desconocido y que llegan por la vía de un testimonio creíble. En general, son estructuralmente parecidas y se caracterizan por una serie de elementos que las hacen fácilmente asimilables para cualquier público y que facilitan su difusión.
Así, tienen bases argumentales simples y estructura lineal, de modo que puedan relatarse con sencillez y asumirse con literalidad. Su final permite que el receptor saque sus propias conclusiones y “cierre” el relato, si bien solo podrá concluir aquello que tiene lógica a partir de lo que se le cuenta. Los componentes esenciales de la historia forman parte de la vida diaria, recurriendo a los elementos más atávicos y emocionales de la psique.
Una buena leyenda urbana es fácilmente intercambiable entre culturas y sociedades, manteniendo su tronco argumental básico, aunque con las oportunas modificaciones. Lo importante es que tengan un anclaje real. Poco importan los datos específicos o los fundamentos documentales, pues prima la verosimilitud. Ello permite que, a medida que se propagan, los diversos relatores puedan ir adecuándolas a sus necesidades en un proceso que se conoce como “reinvención colectiva”.
En algunos casos, alcanzan tal grado de consolidación interna que es complicado identificarlas como ficciones. Un ejemplo que casi todo el mundo ha escuchado, e incluso creído, es la absurda historia del hotel que graba a las parejas durante su noche de bodas para comerciar con los vídeos pornográficos amateur.
¿Por qué existen?
Al igual que las teorías de la conspiración o las fake news, las leyendas urbanas responden a la necesidad antropológica de ordenar la incertidumbre. Por ello han existido en todas las culturas y épocas.
De hecho, se identifican por la presencia de elementos simbólicos comunes, por lo que se las ha relacionado con la teoría del inconsciente colectivo y los arquetipos establecida por Carl Jung, así como por el uso de estrategias fuerza tópicas que se apoyan sobre el uso reiterado de sesgos cognitivos.
Se difunden con facilidad, ya que explotan una serie de elementos psicosociales que operan como palancas: la necesidad de certezas, de estar informado, de poder contar algo interesante o gracioso, de ser capaz de prevenirse ante futuros problemas y, en última instancia, de integración social. Es decir, resortes psicológicos elementales que se conocen desde hace décadas y se emplean en diferentes ámbitos y contextos relacionados con el arte de la persuasión, desde el discurso político al publicitario.
Del mismo modo que el 99 % de los animales que corren durante una estampida ignoran los motivos por los que la manada huye despavorida conduciéndose por el principio adaptativo del gregarismo, la mayoría de la gente prefiere clausurar su capacidad crítica y seguir la corriente. Por ejemplo: ¿quién no ha escuchado la historia de aquel cliente de un restaurante de comida rápida que encontró un ratón en su comanda? ¿Y quién no la ha contado en alguna de sus muchas variantes?
El miedo es una correa de transmisión excelente para estas historias. Ciertamente, no todas las leyendas urbanas son aterradoras, pero son precisamente las que tratan de prevenir sobre desastres, enfermedades, malos encuentros o crímenes las que mayor éxito alcanzan.
Al igual que la industria de los productos “milagrosos” sabe que difundir la falacia de la peor imagen futura es ideal para vender sus maravillas al sujeto presente, los narradores de leyendas urbanas, conspiraciones y noticias falsas saben que el mejor elemento de control social es el temor. Y si no, que se lo pregunten a la pobre “chica de la curva”.
El modelo de los memes
Acuñado por el biólogo Richard Dawkins, el concepto de meme explicaría en buena medida el funcionamiento intrínseco del proceso. Un meme (no confundir con los memes de internet) es la unidad teórica más pequeña de información cultural transmisible.
En la naturaleza existen dos sistemas de procesamiento de información, diferentes pero complementarios: el genético, que transmite información biológica intergeneracional, y el constituido por el cerebro y el sistema nervioso, que procesa información ambiental. Este segundo tipo se transmite por medio de la educación, la asimilación o la imitación –mímesis– y es la base de la cultura.
La idea de Dawkins es que los rasgos culturales, o memes, también seguirían un proceso equivalente al de la información biológica. De este modo, constituyen unidades de información modificables e incrementables que evolucionan a largo plazo, al igual que lo hacen los genes.
La diferencia fundamental es que los genes son unidades naturales, entretanto a los memes los construye el ser humano como resultado del proceso de interacción comunicativa. Así, en términos antropológicos, la cultura no sería tanto un conjunto determinado de conductas estandarizadas como la información que las concreta y otorga sentido.
Por ello, el formato de la leyenda urbana es multicultural y fácilmente trasladable de unos entornos a otros: si aceptamos que los procesos que regulan el trascurso comunicativo humano son constantes no hay motivo alguno para presuponer que los contenidos de fondo de tales procesos sean diferentes más allá de sus peculiaridades. Así, las diferencias observables entre las diversas culturas expresan una variabilidad contextual e histórica, pero responden a idénticas necesidades de base.
Si analizamos los relatos de supuestos encuentros físicos con entidades alienígenas ocurridos desde la década de 1960, encontramos muy pronto el paradigma de la leyenda urbana: salvo muy peculiares excepciones, tienden a reproducir una historia tipo en la que incluso se reiteran, con pocas variantes significativas, las tipologías de seres extraterrestres y naves que los protagonizan.
El antropólogo e historiador John Moffitt se entretuvo en catalogar infinidad de relatos anteriores y posteriores a la década de 1960 de estos encuentros para toparse con un detalle significativo: el alienígena tipo, así como la historia de abducción básica que hoy se da por “buena”, se apoya en el muy mediático testimonio de 1961 de una sola pareja: el matrimonio Hill. Previamente los encuentros seguían otros patrones.
En la sociedad digital del presente, en la que todos somos generadores, receptores y difusores de información, este fenómeno debería apelar a nuestra responsabilidad a la hora de propagar informes de fuente desconocida o que versan sobre temas cuyo fondo se ignora.
Francisco Pérez Fernández, Profesor de Psicología Criminal, Psicología de la Delincuencia, Antropología y Sociología Criminal e investigador, Universidad Camilo José Cela y Francisco López-Muñoz, Profesor Titular de Farmacología y Vicerrector de Investigación y Ciencia de la Universidad Camilo José Cela, Universidad Camilo José Cela
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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