El postulado de 1935 es una de las paradojas más importantes de la física cuántica. Un siglo después, sigue trayendo nuevos estudios y teorías que intentan explicarlo.
Francisco Pérez Fernández, Universidad Camilo José Cela and Francisco López-Muñoz, Universidad Camilo José Cela
El desarrollo de la física atómica cuestionó la imagen de lo real que la modernidad erigió sobre la mecánica clásica. Estableció que los modelos explicativos deterministas, que funcionaban con perfecta precisión en el mundo macro, se tornaban inconsistentes cuando se ahondaba en la comprensión del mundo micro. Así, al establecer su célebre principio de indeterminación o de incertidumbre, Werner Heisenberg discutió la posibilidad de una causalidad mecánica y cerrada en el ámbito de la física. Esto rompía dramáticamente con toda explicación clausurada, en términos de causas y efectos unidireccionales, del mundo.
Qué mala es la incertidumbre
El principio, formulado en 1925, señala que cuanto más preciso es el conocimiento de la posición de una partícula, más imprecisa es la medida de su masa y su velocidad, y viceversa. Así, la exactitud con la que se puede medir es limitada. Esto no depende del aparataje empleado, que podría ser hipotéticamente perfecto, sino del hecho mismo de medir, porque la medida de algo depende de la forma en que se mide y no del objeto medido.
A la distancia, por ejemplo, le es indiferente que se la mida en kilómetros o en millas porque esto no la cambia, pero el resultado varía si se utiliza un método u otro y, con ello, la valoración de la misma. Ello no anula la validez de la física clásica, pero matiza su exactitud: la mecánica clásica pretende trabajar con magnitudes perfectamente medibles, por lo que supone que se puede conocer la medida exacta de lo que fuere y en cualquiera de sus aspectos. Por ello puede postular una visión determinista e invariante de lo real.
Se ha cuestionado la idea de que el principio de incertidumbre realmente anule el determinismo, pero ello implica la aceptación de una idea algo extraña: que en realidad no existen posiciones, masas o velocidades de partículas sino solo ondas perfectamente cuantificables mediante funciones complejas. De este modo, la indeterminación de cualquier sistema sería solo aparente.
La idea, sin embargo, no modifica el problema intuitivo de la alteración de un sistema al medirlo. Además, el cambio de partículas a ondas no resuelve la cuestión del cierre epistemológico de la física, tal y como planteó Erwin Schrödinger, quien ideó en 1935 el archiconocido experimento mental del gato.
Aquí hay gato encerrado
Imaginemos al animal metido dentro de una caja opaca equipada con un dispositivo conformado por una ampolla de vidrio que contiene un veneno volátil, y un martillo sujeto sobre la ampolla, de modo que si cae sobre ella la romperá, haciendo escapar el veneno. Para garantizar la autosuficiencia del sistema, el martillo, a su vez, ha sido conectado a un mecanismo detector de partículas alfa, de modo que si es alcanzado por una de ellas se activará y caerá.
Junto al detector situamos un átomo radiactivo con un 50 % de probabilidades de emitir una partícula alfa en el curso de una hora. Se cierra la caja y se espera. Al cabo de esa hora habrá ocurrido uno de dos sucesos posibles: o bien el átomo ha emitido una partícula alfa y activado la trampa venenosa, o bien no la ha emitido. En consecuencia, el gato estará vivo o muerto. Lo interesante es que no se puede saber qué ha sucedido sin abrir la caja.
Un científico concienzudo y empeñado en garantizar la calidad predictiva de lo que hace querrá elaborar un modelo que permita anticipar qué ha sucedido con el gato antes de verlo con sus propios ojos. Recurrirá entonces a una formulación del problema en clave de mecánica cuántica. Así, el gato vendrá descrito por una función de onda complicada que será resultado de la superposición de los dos estados posibles combinados al cincuenta por ciento:
A) Gato vivo.
B) Gato muerto.
Aplicando el formalismo cuántico sucede algo que nos sume en la perplejidad: el gato estaría vivo y muerto al mismo tiempo.
Lo que se hace entonces es recurrir a la única forma positiva de averiguar lo que ha pasado: se abre la caja. Pero al realizar esta comprobación —medir— se altera el sistema, pues se rompe la superposición de estados descritos en la función. En este momento es cuando, salvador, aparece el dichoso determinismo que impone el sentido común para indicarnos que, como el gato no podía estar vivo y muerto a la vez, ya debía estar vivo o muerto antes.
Sin embargo, la mecánica cuántica nos está informando de algo más perverso: mientras nadie abra la caja, el gato se encontrará en un estado indefinido, conformado por la superposición de los dos estados posibles: A o B. Esto significa sencillamente que es la forma de control que se aplica a un sistema lo que lo altera y determina, porque lo modifica.
Hay múltiples interpretaciones de este modelo mental. La más básica es que la interpretación cuántica muestra que no es tan “evidente” como indica el sentido común que se pueda alcanzar la certeza última sobre algo, pues existe un componente probabilístico ingobernable.
Anticipar, no predecir
Se ha intentado vencer esta paradoja, a fin de avanzar hacia la idea de un modelo predictivo que permita saber qué va a ocurrir con el gato. El más reciente ha sido aportado por Zlatko Minev, miembro del equipo que dirige Michel Devoret en Yale: el “salto cuántico”, es decir, el momento en el que se decide si el gato vive o muere, no es tan abrupto como se pensaba.
Si bien no se observó experimentalmente hasta la década de 1980, la idea del salto cuántico se debe al físico danés Niels Bohr, siendo lo que ocurre cuando se mide la información cuántica de un átomo o molécula –llamada bit o cúbit–. Al realizar esta medición, el átomo “salta” de un estado de energía a otro y se sabe que a largo plazo estos saltos son impredecibles.
Lo que el equipo de Yale ha establecido es que, aunque no es posible elaborar predicciones exactas acerca de los cambios de un sistema, sí sería admisible disponer de un dispositivo de monitorización que proporcionara una señal anticipada de que un salto cuántico va a ocurrir. Ello otorgaría coherencia física a cualquier sistema que se estudiara y, en condiciones ideales, podría anticipar la muerte del gato e incluso revertirla antes de que se produjera (lo cual, dicho sea de paso, ya resulta bastante paradójico por sí mismo).
En realidad, este hallazgo no invalida la utilidad de la paradoja de Schrödinger, pues no rompe con el dogma cuántico de que el futuro es aleatorio, ni altera el fundamento del principio de indeterminación. Solo señala –y no es poco– que es posible contar con un medio que advierta de que un cambio va a producirse en el sistema que se estudia.
Algo similar a lo sucedido con los peces en fechas previas a la erupción del volcán de la isla de La Palma: los pescadores informaron de que las capturas se habían reducido dramáticamente antes de la erupción porque los peces, simplemente, habían desaparecido de los caladeros habituales. No es que los animales supieran que se iba a producir una erupción volcánica. Simplemente anticiparon un peligro al percibir señales tempranas, como temblores de baja intensidad o cambios sutiles en la temperatura y composición del agua, que escapan a la percepción humana.
Toca filosofar
Todo esto, y aquí viene la filosofía, abre nuevas vías interpretativas en lo que al problema mente-cuerpo respecta, que invalidan la presunción de que el dualismo sea necesariamente un planteamiento falso, anómalo o prescindible. De hecho, frente a lo que postulan los partidarios del reduccionismo, ni es absurdo ser dualista ni, de hecho, se puede afirmar que serlo carezca de sentido científico.
El propio Schrödinger avanzó algunas ideas en 1944. Atraído por la enorme complejidad observable en la materia viva, propuso que, con relación al comportamiento de esta materia viva, era necesario buscar alguna respuesta diferente, pues se debía aceptar que, quizá, funcionara de manera irreductible a las leyes ordinarias de la física. Ello no implica que se deban descubrir leyes físicas nuevas para explicar el funcionamiento de lo vivo, sino que los diferentes niveles sistémicos superpuestos de que se constituye cualquier actividad orgánica modifican, alteran y alternan los procesos deterministas y probabilísticos que funcionan regularmente en la materia inerte.
¿Cómo explicar la conciencia entonces? Se puede comenzar aceptando la existencia de un alma inmaterial como respuesta simbólico-racional al hecho de la pluralidad de manifestaciones de lo consciente. Solución de éxito histórico, pero de graves dificultades teóricas. Y si no, que se lo pregunten a René Descartes.
Otra alternativa sería entender que la conciencia se encuentra en íntima conexión con el estado físico de una región limitada de materia, el cuerpo, del cual depende, y que, al existir una gran pluralidad de cuerpos, habría una pluralidad de conciencias o mentes, tantas como personas. Pero esto nos adentraría en el problema del subjetivismo y el relativismo. Es decir, ¿cómo sería posible que las personas pudiéramos estar de acuerdo en algo con los demás, si vivimos atrapadas en nuestra propia conciencia? A menos, claro, que se planteara una propuesta alternativa de compromiso, como el llamado emergentismo sistémico (que vamos a dejar para otro día).
Schrödinger optó, tercera opción, por una postura monista-materialista a la hora de abordar el caso, entendiendo que lo mental era un mero epifenómeno. Pero ese tipo de explicación tampoco es enteramente funcional, en la medida que exige de un determinismo psicofísico que su propia paradoja cuestiona, pues impide que se pueda explicar la anomalía inherente a las leyes psicofísicas. Resulta que su gato no solo estaba vivo y muerto a la vez, sino que también era filósofo.
Francisco Pérez Fernández, Profesor de Psicología Criminal, Psicología de la Delincuencia, Antropología y Sociología Criminal / Investigador., Universidad Camilo José Cela and Francisco López-Muñoz, Profesor Titular de Farmacología y Vicerrector de Investigación y Ciencia de la Universidad Camilo José Cela, Universidad Camilo José Cela
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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