En una tira de Mafalda, Manolito reflexiona sobre el inicio del año escolar. Le recuerda a Mafalda cómo, al inicio del año, antes del primer dictado, para su maestra “éramos todos iguales, sin mejores, ni peores, ni nada”. Ahora, con el primer examen, se lamenta Manolito, “se acabó la democracia.”
Esta es la tiranía del mérito.
Es común escuchar de la importancia del mérito en la vida pública, la meritocracia. No al tarjetazo – sí al mérito; no a la repartija – sí al mérito. Esto suena bien -nadie quiere que los ministerios o el Tribunal Constitucional vayan a personas que no merecen esa responsabilidad o ese privilegio. Pero la elección no es entre quienes tienen las credenciales formales y quienes quieren aprovecharse de lo público. La elección, generalmente, es entre quienes tienen credenciales formales y quienes no las tienen. Ambos, sin embargo, tienen el mismo derecho a esas responsabilidades o esos privilegios.
La idea de la meritocracia es atractiva entre las mismas élites intelectuales que la han popularizado. Claro, defiende su posición de poder. Sostiene que son ellos, los que tienen estudios superiores o experiencia en instituciones de prestigio, quienes merecen los puestos de mayor liderazgo en lo público y lo privado.
Pero, ¿realmente lo merecen? Y, ¿cuál es el efecto que la idea del mérito tiene sobre nuestra sociedad?
Michael Sandel, filósofo de Harvard, responde a la primera pregunta con un rotundo no, no se lo merecen. Además, argumenta, la idea del mérito es corrosiva del bien común.
No es que Sandel desestime los logros de quienes han logrado llegar a lo más alto de sus profesiones – son útiles. Lo que él dice es que quienes lo han logrado no lo han hecho solos, por esfuerzo propio. Lo han logrado por factores que están fuera de su control: la suerte de haber nacido en un hogar con ingresos suficientes, por ejemplo, de haber asistido a colegios donde fueron bien preparados para ingresar a las mejores universidades, con las conexiones familiares y profesionales para conseguir buenos trabajos, acceso a posgrados en el extranjero, etc. Todo esto, reconozcámoslo, es suerte.
Por todo ello nadie merece nada por el solo hecho de tener un CV extenso.
Y esta idea, que unos merecen trabajar en el Estado y que otros no, se sostiene a costa del argumento contrario: que quienes no tienen estos CV extensos, por lo tanto, no lo merecen.
¿Acaso ellos eligieron nacer en un hogar que no les pudo brindar las mismas oportunidades que a otros? ¿Acaso ellos eligieron a sus colegios o profesores? ¿Acaso ellos limitaron sus opciones de educación superior o son responsables por tener que trabajar, desde chicos, para apoyar a sus padres? Todo esto, reconozcámoslo, es (mala) suerte.
La tiranía del mérito refuerza la idea de que los que tienen éxito lo merecen y los que no, bueno, no lo merecen. En la práctica, culpabiliza a las personas más pobres, los más vulnerables, aquellas que se esfuerzan tanto o más que el resto por sobrevivir ante la adversidad. Los hace responsables por su desdicha. Alimenta otra idea igualmente corrosiva: que hay pobres que merecen nuestra ayuda, pero otros que no.
Esto es lo que Sandel llama la arrogancia meritocrática. Este trabajo de Mauricio Rentería, Alvaro Grompone y Luciana Reátegui lo ilustra perfectamente. Para los graduados de los colegios más caros del Perú: “Es innegable el peso de las redes familiares y espacios de socialización adquiridos durante la trayectoria escolar, pero en todo momento ello está subordinado a una clara retórica sobre el mérito propio y el mito del self-made man: ‘Me saqué la mugre, compadre. Sirvió indudablemente la educación y la formación profesional, pero fue la constancia y la persistencia y todo el esfuerzo de haber trabajado en lugares remotos y haber cultivado y desarrollado un buen trabajo.’”
La tiranía del mérito se enfrenta a la democracia. Si todos somos iguales, entonces todos debemos tener el mismo derecho a participar en la vida pública.
Si solamente el 20% de los jóvenes peruanos cuenta con educación superior universitaria, ¿qué le dice al 80% de los jóvenes el mensaje que no merecen trabajar para el Estado? ¿Bajo qué criterio democrático excluimos al 80% de los jóvenes de contribuir de la vida pública?
Diane Stone se refiere a la epistocracia para describir pequeños grupos de expertos-gobernantes que excluyen a quienes no cuentan con ciertos criterios, típicamente definidos por ellos mismos. Esto, claro, determina los términos de intercambio en el Estado, define los límites de lo que entendemos por evidencia o las formas aceptables de generación de conocimiento, y establece qué o quién confiere legitimidad para participar en materias de interés público. Todo esto, a espaldas a la gran mayoría. Esto, no es democracia.
En su libro, la Tiranía de la Meritocracia, Lani Guinier, argumenta a favor de un mérito democrático. En el caso de la educación superior, entendida como un bien público, entonces se debieran establecer criterios de admisión que consideren como la institución y sus constituyentes contribuyen, hoy y en el futuro, a la sociedad.
En la práctica, pienso, podríamos preguntarles a los grandes generadores de mérito, los colegios y universidades de las élites intelectuales, cuánto y cómo repagan sus graduados por el privilegio a la sociedad.
Pero pienso que este es un camino limitado por un valor innecesario y excluyente que le damos a la educación universitaria. Es necesario un cambio más amplio. Si la pandemia nos dejó algo, por lo menos en las primeras semanas, es que muchas de las personas de las que dependía la continuidad de nuestra sociedad eran justamente aquellas que la meritocracia ha rechazado por años: los trabajadores jornaleros, dependientes de salario mínimo, los que apenas tienen un titulo técnico o no pudieron completar su licenciatura.
Lo que nos toca es dejar de lado la obsesión por credenciales formales y otros símbolos de alcurnia intelectual y enfocarnos en cambio en las competencias, aptitudes y valores de las personas. Y reconocer que, en democracia, todos merecemos participar en materias de interés público – con o sin diploma.
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