En junio de 2017 murieron dos jóvenes devorados por las llamas; ellos trabajaban en condiciones de semiesclavitud en una galería de “Las Malvinas”, en el centro de Lima. Esta vez le tocó el turno a los pasajeros de un bus que se dirigía a la ciudad de Chiclayo, muriendo 17 personas, incluyendo niños y ancianos, y quedando heridas 14. Sabemos que son casos extremos, y por eso salen en las primeras planas de periódicos y noticieros de TV, pero hay muchos más que pierden la vida en situaciones menos dramáticas y no nos enteramos. ¿Qué une a todos estos casos?: la informalidad.
La informalidad nos acompaña desde hace muchos años. Los primeros estudios sobre ella empezaron en la década de 1960 y las primeras cifras provienen de 1970. Al principio se les llamaba “actividades marginales”, revelando que eran poco significativas. Se estimaba que las personas que trabajaban en este sector llegaban entre el 20 y el 30 % de la PEA (Población Económicamente Activa)[1], y no se les prestó mayor atención.
Luego de la hiperinflación, el terrorismo y la crisis económica de 1980, la informalidad se disparó al 55 % de la PEA[2]. Más de la mitad de las personas en edad de trabajar tenían un trabajo informal, es decir, sin vacaciones, sin descanso los fines de semana, sin seguro médico, sin jubilación, ganando por debajo del sueldo mínimo, sin estar registrados en ninguna oficina del Estado y sin pagar impuestos. En ese momento captó la atención de los gobernantes de nuestro país (y de otros de la región) por el impacto económico y social que significaba en la población.
En aquella época había dos posiciones que debatían tanto el diagnóstico como el remedio para la informalidad: la OIT (Organización Internacional del Trabajo) y Hernando de Soto (ILD). En nuestro país ganó con claridad la discusión De Soto, y tanto los gobernantes como la opinión pública asumieron plenamente sus puntos de vista. La informalidad se generaba por los altos costos de la formalidad y, por lo tanto, la solución era simplificar los trámites, reducir el Estado y otorgar títulos de propiedad a los informales para que tengan acceso al crédito.
Hace 29 años que se vienen aplicando las recetas que promovía De Soto (los gobiernos de Fujimori y García las convirtieron en políticas públicas), pero en lugar de disminuir, la informalidad ha crecido. Es decir, las evidencias indican que estas políticas han terminado en un fracaso. Hoy, el 72 % de la PEA es informal (cifras del MEF, consignadas en la Política Nacional de Competitividad y Productividad, 2019). La informalidad laboral ha crecido, tanto en el sector informal, como dentro del sector formal (un 15 % de la PEA).
Para responder a la pregunta que encabeza este artículo, podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que la informalidad va a seguir creciendo, y las muertes van a seguir en aumento si es que seguimos aplicando las mismas políticas que hace 29 años. El primer paso para reducir la informalidad, y eventualmente acabar con ella, es reconocer estos errores y cambiar las políticas. Un buen punto de partida es retomar las tesis de la OIT que recomienda avanzar en la diversificación productiva, promover el aprendizaje de calidad en las empresas e instituciones y las capacitaciones. Así también, se pueden tener en cuenta a otras escuelas de pensamiento con posturas similares.
[1]. Chávez, Eliana; El Sector Informal Urbano. Estrategia de vida e identidad, Revista Nueva Sociedad, 1993.
[2]. OIT; Panorama Laboral de América Latina y el Caribe, Santiago de Chile, 1999.
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