La Comandancia General de la Policía Nacional del Perú ha tomado medidas concretas para frenar y combatir la violencia contra la mujer, que en la última década ha cobrado 1 135 víctimas de feminicidios y 1 588 víctimas de tentativas de feminicidio. Quizá no sea un gran avance, pero es ya un primer paso para abandonar la inercia y restablecer la fe en la justicia, que, menoscabada, hace que las víctimas de la violencia misógina desistan de presentar una denuncia y llevar hasta sus últimas consecuencias la judicialización de los agresores.
Cierto que los agresores parecían tener el apoyo de las comisarías, cuyos miembros, amparados en una comprensión errónea y perversa de la relación de pareja, se negaban a recoger las denuncias. Con ese proceder se reconocía tácitamente que el cónyuge tiene todo el derecho de violentar a la cónyuge por el solo hecho de ser varón, de hacer las veces de esposo. La política de no intervención de la policía en los casos de violencia contra la mujer, tanto en el ámbito doméstico y privado como el ámbito público, parece estar entrando en una fase terminal, aunque todavía es temprano para alegrarse o para cantar victoria.
Con todo, tres medidas en concreto merecen destacarse. Primero, la sanción penal a los efectivos del cuerpo policial que se nieguen a recoger denuncias de casos que terminen en feminicidio. Si muchas de las mujeres violentadas se resisten todavía a sentar denuncia contra sus agresores, ello se debe en parte a la intención de evitar el ciclo de la revictimización y en parte al hecho sabido de que la policía no facilitaría una diligente y oportuna protección. Eso había que combatirlo directamente. En segundo término, ahora la policía está autorizada para allanar los domicilios donde haya violencia flagrante y actuar, sin necesidad de que haya un fiscal con una autorización judicial en la escena. No se trata solo de anular la violencia latente, sino de combatirla con premura y diligencia cuando la violencia se pone en acto.
La tercera medida resuelve el problema de la mujer agredida que desiste de seguir adelante con la denuncia. Se ha visto casos en que la víctima perdona al agresor tanto en sede policial como en sede judicial. En los casos de violencia intrafamiliar, la víctima siempre tiene la esperanza de que el agresor renuncie al maltrato y cambie su conducta, aunque el cambio no es habitual. La situación es paradójica: la víctima que denuncia tiene que seguir viviendo bajo el mismo techo con agresor denunciado.
En resumen, si la primera medida aspira a resolver el problema de la mujer violentada que lidia con la indiferencia e incluso la hostilidad de los y las policías que rechazan sentar la denuncia, la segunda dota de capacidad de acción a los policías para resolver episodios de violencia en pleno y concomitante desarrollo, mientras que la tercera indica que la policía actúa de oficio, incluso si la mujer agredida desiste de denunciar. Es un avance. Se necesita hacer mucho más.
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