La actual crisis global, agravada por la COVID-19, nos invita a una pregunta crucial: ¿en qué reposaba ese nuestro mundo, al que creíamos firme e inconmovible? Vale decir, ¿cuál era el fundamento de nuestras certezas y seguridades antes de la pandemia? Pero, ¿qué es lo que ha cambiado? Después de todo, a poco más de cuarenta días de confinamiento, aislamiento social y paralización de las actividades económicas no esenciales, restricciones necesarias para prevenir la expansión de la enfermedad, nadie podrá decir que no ha percibido el cambio. Pero, insisto, ¿qué ha cambiado?
Hay algo radicalmente nuevo en el mundo de hoy. Por su misma novedad, no es mucho lo que sabemos. Digámoslo de una vez, para empezar por lo obvio: eso nuevo es la inserción de la recientísima enfermedad COVID-19 en un mundo signado por la inequidad, la injusticia y la desigualdad como condiciones primarias y elementales de la vida de los desposeídos debido a la prepotencia dogmática de los más fuertes. En efecto, la justicia alcanzaba a muy pocos y la brecha social se abría cada vez más vertiginosamente como un abismo sin fondo.
Y si bien la COVID-19 no hace distingos socioeconómicos, la riqueza y la falta de riqueza pueden ser determinantes para paliar o agravar no solo el riesgo de contagio, el contagio, la convalecencia e incluso la muerte. Allí donde no hay acceso al agua no pueden cumplirse los protocolos mínimos de higiene preventiva. Allí donde no hay ingresos económicos seguros, fijos y estables tampoco puede cumplirse con el confinamiento. Allí donde hay hacinamiento menos puede acatarse el distanciamiento social. Y sin el Estado hace lo que puede para paliar el impacto social del virus, no por ello dejamos de ver que podría hacer muchísimo más.
Otro cambio notable, por eso, es el repentino fortalecimiento del Estado. Al tomar el control de la crisis sanitaria reasume su responsabilidad frente a la economía, entregada simplemente a iniciativas privadas como si no se tratara también de un bien público. Gracias a la pandemia, pues, el Estado gana protagonismo después de varias décadas de intentos sistemáticos y desde todos los frentes del capitalismo neoliberal por reducirlo a su mínima expresión. Si desde hace más de tres décadas se clamaba por una economía con rostro humano, parece que la COVID-19 hubiera venido para abrir también la oportunidad de hacer asequible eso que parecía quimera.
Cierto que hasta hace mes y medio gozábamos de nuestras seguras e incuestionables libertades individuales. Las creíamos naturales, irrestrictas. Las pensábamos irrenunciables y creíamos que estaban relacionadas con lo más intrínseco de nuestra dignidad como personas humanas. Es cierto que no han faltado en estos días los neoliberales recalcitrantes y ultraortodoxos que miran con sospecha incisiva las disposiciones gubernamentales. En efecto, el individualismo chato descuida una realidad elemental: el individuo no es una partícula atómica aislada y yendo a la deriva en el espacio vacío, sino un ser de relación en un contexto social complejísimo. El capitalismo deshumanizó esa relación: quizá ahora sea posible humanizarla nuevamente.
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