Veintisiete años después de publicar Un mundo feliz, Aldous Huxley escribió Nueva visita a Un Mundo Feliz (1958), un ensayo en el que compara lo que él había imaginado en su novela futurista –una sociedad aparentemente feliz pero organizada en castas y solamente interesada en sentir placer por medio de las drogas o el sexo– con el desarrollo de los países occidentales después de la Segunda Guerra Mundial. A sus ojos, el camino elegido por las sociedades modernas no era el más esperanzador, pues lo que él creía que iba a suceder dentro de seis o siete siglos se había cumplido muchísimo antes. El avance tecnológico y el potencial económico se habían logrado con éxito, pero todo a expensas de la libertad. En vez de educar a individuos independientes, las sociedades hiperorganizadas del mundo contemporáneo parecían estar más dedicadas a crear sujetos serviles y dóciles. La ciencia se había dedicado más a perfeccionar el control sobre el hombre y la naturaleza, no a mejorar su condición.
No obstante, el libro de Huxley también nos interesa porque en él compara Un mundo feliz con 1984, la novela de George Orwell en la que también se imagina el futuro. En este mundo, sin embargo, ya no prevalecen las drogas y los placebos sino el castigo y la mentira. En esta sociedad, los individuos se encuentran sujetos a la continua vigilancia del Gran Hermano, un ente ubicuo pero también ficticio que tiene el control no solo sobre los cuerpos sino sobre las conciencias de las personas. Por medio de cámaras vigilantes, de la policía y de la tortura, el Estado dictatorial obliga a hacer y a pensar a las personas tal y como quiere el Gran Hermano. Todo esto, además, acompañado de una gran maquinaria publicitaria que alimenta la idolatría hacia él y el odio hacia sus enemigos extranjeros (un enemigo que, en realidad, no existe, pero que es necesario odiar para demostrar el amor al Estado). Esta manipulación del presente también se extiende al pasado, pues, como dice uno de los eslóganes que se escuchan en cada momento y en cada lugar, “quien controla el pasado controla el futuro; quien controla el presente controla el pasado”. El objetivo de este mundo consiste en forzar al individuo a renunciar a su relación con la realidad. La realidad ya no es la que el individuo conoce por medio de sus sentidos y sus emociones sino la que impone el Estado: 2+2=5.
En su comentario, Huxley cree que el mundo que le tocó vivir se estaba pareciendo mucho más a la ficción que él imaginó que a la que creó Orwell. Los estudios sobre el comportamiento animal (y del hombre en particular) ya habían demostrado que el control por medio del castigo es menos efectivo que el control por medio del reforzamiento de los deseos, como también ya estaba sucediendo en las sociedades industrializadas. El argumento también tenía una base histórica. En los años en que hace su comparación, la Unión Soviética ya no era la misma que en la época de Stalin, el hombre en quien Orwell se había inspirado. Según el escritor inglés, los rusos de la segunda mitad del siglo XX se habían dado cuenta de que un poco de libertad para las élites y para los profesores y científicos más fieles no estaba mal (no así para los que se encontraban en la base de la pirámide soviética, por supuesto).
Sin embargo, los acontecimientos más recientes nos obligan a preguntarnos si es que acaso Orwell en realidad tenía razón. En Norteamérica hay una agencia que lo sabe todo sobre todos y un presidente que acomoda los hechos y las pruebas a su gusto, mientras que en el Perú hay un partido cuya única doctrina es la pura adoración a su líder y el odio irracional hacia sus adversarios. Son estos últimos, justamente, los que han popularizado la palabra “odiador”, término con el que describen a toda persona que no está de acuerdo con su posición. Son también los que hacen interpretaciones auténticas de las leyes, los que creen que la historia peruana solo está dividida entre neoliberales y terroristas, y los que más intolerantes se vuelven con el libre uso de la palabra (por ejemplo, cuando creen que es obligatorio decir “guerrilla” y no “terrorismo”). “La verdad es cualquier verdad que el Partido defienda”, es otro de los eslóganes del Gran Hermano.
A setenta años de su publicación, cumplidos este último 8 de junio, 1984 es una novela que ha recobrado vigencia. Es una fábula sombría, pero también un testimonio de resistencia.
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