La seriedad con la que los diarios y distintos medios de prensa de hoy combaten las noticias falsas responde a las consecuencias que estas pueden ocasionar. Una información que no es verdadera puede llevar a las personas a tomar decisiones equivocadas, a participar de una conspiración sin siquiera saberlo o a desmoralizarse por completo. También puede llevar a todo un país votar por un candidato equivocado (dependiendo, por supuesto, de las preferencias políticas), a creer en fenómenos naturales que no existen o a pensar que se está a punto de caer en una terrible crisis económica. Tampoco se debe dejar de mencionar que pueden producirse desenlaces fatales. Una sencilla manipulación de datos y de imágenes pueden convertir un simple rumor de vecindario en una historia truculenta, y cualquier hombre o mujer podría ser acusado injustamente. Si estos rumores no son detenidos a tiempo, la persona en cuestión puede encontrarse en gran peligro.
El fenómeno de las noticias falsas, sin embargo, no es nuevo. Desde que el hombre empezó a hablar, también empezó a mentir, y ya conocemos los resultados de esta aventura. A medida que el lenguaje empezó a perfeccionarse y las comunicaciones a tener un alcance cada vez mayor, la tendencia hacia la invención no ha disminuido, y es así que ya ha comenzado la gran batalla contra las mentiras. La Unesco ha empezado a repartir guías didácticas para enseñar a los periodistas a prevenir la desinformación, los medios de prensa en el mundo han creado sus propios verificadores y los programadores están creando sistemas computarizados para poder identificar y prevenir la “epidemia”. La campaña ha cobrado tintes mesiánicos y ya se habla del “apocalipsis de la información”, aduciendo que esta lucha es el camino para protegernos de las falacias, del sensacionalismo, de las pseudohistoria, de las pequeñas mentiras y de los chismes inexactos. Los motores de los verificadores servirán para conocer la verdad y nos podrán salvar del probable vacío semiótico en el que podría caer pronto la humanidad.
No obstante, lo que falta preguntarse en esta discusión es si es que son realmente las fake news a las que se debe apuntar. Para comenzar, es importante saber si el problema se encuentra en la misma noticia o en la fe que tenemos en las noticias que se difunden en las redes. ¿Cuáles son las condiciones que hacen que un lector crea en lo que lee? Tal vez el éxito de una noticia no está tanto en su verdad o falsedad sino en la confianza que tenemos en el medio que nos transmite la noticia. Por otro lado, también es necesario preguntarse cuál es el papel que ha tenido la prensa hasta el momento, pues, ¿no son acaso los medios los que por tanto tiempo han manipulado la información, sea porque la presentan de manera parcial, sea porque la banalizan o sea porque la convierten en una noticia sensacionalista? Un medio de comunicación puede inaugurar un verificador, pero, ¿quién elige las preguntas que se van a verificar? Finalmente, ¿se trata de un problema reservado a la población urbana, más cercana a los medios digitales, o también tiene consecuencias en la población que no tiene acceso o no utiliza Internet?
Es seguro que las guías para periodistas y las computadoras ayudarán mucho a identificar las noticias falsas, pero no podemos dejar todo en manos de ciertas normas convivencia y un conjunto de algoritmos (léase, filtros) para solucionar el problema. Antes de perseguir las fake news, hay que entenderlas, y creo que para ello está justamente el amplio bagaje de mitos, ficciones, cuentos, mitos y otras fábulas que hemos leído o escuchado para, justamente, identificar cuándo es que nos encontramos con información engañosa y cuándo nos encontramos con un mensaje que busca transmitir una verdad. Más que una fórmula, se trata de una práctica. Mientras más conozcamos la retórica, más sabremos en qué textos (y en lo posible, en qué imágenes) podemos confiar. Hoy los ingenieros de las grandes compañías de tecnología le están enseñando a sus motores de búsqueda las maneras de identificar cuándo es que una noticia es una sátira o una ironía. Pero, ¿acaso nosotros no lo sabemos también?
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