El 28 de junio de 1919, es decir exactamente hace un siglo, se suscribió el Tratado de Versalles, que puso formalmente fin a la Primera Guerra Mundial y que sentó los cimientos iniciales del orden multilateral de gobernanza global que hemos heredado. Más de diez millones de vidas se perdieron en la conflagración bélica, y cuatro imperios se extinguieron. El mapa geopolítico del mundo se transformó radicalmente, y la impronta de ese acuerdo internacional ha tenido enorme impacto durante el siglo XX, y sigue manteniéndolo hasta la actualidad.
Motivados por la consternación al constatar la inmensa capacidad destructiva que la humanidad había alcanzado a través de sus herramientas e institucionalidad bélicas, los estados firmantes del Tratado de Versalles se comprometieron a forjar un orden internacional que dejara atrás la confrontación como impulso fundamental en las relaciones entre ellos, para dar paso a la cooperación y a la confianza mutua como nueva gramática de las relaciones internacionales.
Dos son los prismas bajo los cuales debe hacerse un juicio histórico sobre el Tratado de Versalles. De un lado está su escasa eficacia en alcanzar el último objetivo enunciado en los “catorce puntos” del discurso del presidente estadounidense Woodrow Wilson, pronunciado el 8 de enero de 1918: “La creación de una asociación general de naciones, a constituir mediante pactos específicos con el propósito de garantizar mutuamente la independencia política y la integridad territorial, tanto de los Estados grandes como de los pequeños.” Esa asociación -la Sociedad de Naciones- fue en efecto creada, pero solo alcanzó limitadísima eficacia, significativamente por el cambio en la postura de los Estados Unidos, cuyo Congreso no aprobó la membresía en ese pionero organismo internacional.
Más exitosa fue la creación de la Organización Internacional del Trabajo como producto de uno de los acuerdos contenidos en el Tratado de Versalles, entidad que hasta la fecha cumple una muy significativa función promoviendo el desarrollo e implementación de estándares de protección para los trabajadores, los migrantes y los pueblos indígenas.
La precaria paz internacional alcanzada a través del Tratado de Versalles y de la Sociedad de Naciones colapsó debido al caos económico internacional que signó a la década de 1930. Este organismo fue incapaz de contener las ambiciones de potencias revisionistas en Europa y Asia, o de compensar el espíritu de profunda humillación de Alemania. En particular, las severísimas condiciones impuestas en el Tratado de Versalles a Alemania, como perdedora de la Primera Guerra Mundial, cuyos efectos regresivos fueron catalizados por la crisis económica mundial iniciada en 1930, fueron el combustible que alimentó el resentimiento dentro de su sociedad hacia el resto de la comunidad internacional, propiciando el surgimiento del nazismo y su protagonismo en el desencadenamiento de la Segunda Gran Guerra. Acabada esta, los países vencedores prestaron especial atención en evitar repetir el principal error del Tratado de Versalles. Estados Unidos, en particular, estableció en 1948 un programa de asistencia masiva para la reconstrucción de Europa, el Plan Marshall, destinando el 11% de sus fondos para financiar la reconstrucción de Alemania Occidental.
Del otro lado, pese a sus evidentes limitaciones como organismo capaz de preservar la paz internacional, la Sociedad de Naciones fue relativamente exitosa en lograr estabilizar la situación de nuevos estados, proteger a minorías y facilitar la transformación formal de territorios colonizados en estados soberanos. De mucha mayor gravitación histórica aún, con sus pocos éxitos y sus significativas limitaciones, la Sociedad de Naciones sirvió de antecedente y de punto de apoyo para la formación de las Naciones Unidas, al acabar la Segunda Guerra Mundial.
Todos somos beneficiarios, de muchímos modos, del orden multilateral cuyas primeras semillas fueron sembradas por el Tratado de Versalles. Acaso el paso del tiempo nuble nuestro entendimiento sobre la importantísima evolución de las relaciones internacionales que este instrumento promovió. Hasta entonces, se carecía mayormente de organismos de gobernanza internacional; la soberanía irrestricta de los estados era la norma jurídico-política máxima, y éstos interactuaban sobre la base de una gramática de competencia y confrontación; siendo la guerra un último recurso no prohibido, sino más bien atributo y característica de la soberanía estatal. Hoy, teniendo por fundamento un sistema de gobernanza global que ha proscrito la guerra, y que promueve la paz, la cooperación internacional, el respeto a los derechos humanos y la democracia, vivimos en un mundo más gobernable, donde el bienestar personal y el progreso social tienen inmensas mayores oportunidades de realización.
La humanidad afronta hoy enormes retos para gobernar nuestro Hogar Común. La intensificación de las relaciones entre los distintos actores internacionales, las nuevas tecnologías, los cambios culturales, y la modificación de la arqutectura política global enrumbándose hacia la multipolaridad, demandan nuevas respuestas y hacen evidente que las actuales estructuras de gobernanza global son inadecuadas. Debemos forjar nuevas formas de concebir y regular la gestión de tan inmensos desafíos, y mucha inspiración podemos encontrar para ello en la impronta del Tratado de Versalles y en la visión de los líderes mundiales que lo forjaron.
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