Dos acontecimientos ocurridos la semana pasada nos inducen a reflexionar sobre las virtudes y peligros del internet. Uno: el 12 de marzo hemos conmemorado los treinta años de la invención World Wide Web (popularmente conocido como “la web”), que es la plataforma primaria a través de la cual miles de millones de personas nos enlazamos por el internet. “La web” es el sistema de información que ordena bajo pautas universalmente aceptadas la localización y el acceso a todos los contenidos en el internet.
Dos: el viernes 15 de marzo pasado, Brenton Tarrant, un extremista xenófobo, , atacó dos mezquitas musulmanas en Christchurch, Nueva Zelanda, y asesinó a cincuenta personas que celebraban su rito semanal de oración. Tarrant fue progresivamente radicalizándose e ideando su plan de odio con el apoyo de las redes sociales, y logró publicar través de varias de estas (Facebook, Twitter y YouTube, entre otras) el video explícito sobre la masacre que acababa de perpetrar.
¿Cómo hacer sentido de ambos acontecimientos, de connotaciones tan diametralmente opuestas? Pues bien, hay que reconocer los enormes beneficios que la invención del internet viene significándonos, pero también debemos reaccionar frente a sus peligros, muchos de los cuales nos resultan ignotos o nos desafían por carecer aún de respuestas ante ellos.
Hoy somos, como personas y como civilización, radicalmente distintos a como éramos antes del surgimiento del internet: nuestros modos de comunicarnos, de relacionarnos de informarnos y de hacer negocios se han visto masivamente transformados por este instrumento. De muchísimas formas, el internet ha mejorado nuestra calidad de vida y ha expandido el horizonte de nuestra libertad. Algunos comparan el impacto que este avance tecnológico representa al que tuvo la invención de la imprenta a mediados del siglo XIV.
A no dudarlo, nuestras posibilidades y rapidez para comunicarnos se han multiplicado, pues a través del internet podemos transmitir inmensos más volúmenes de datos en brevísimos instantes; pero es cierto también que de muchos modos se ha empobrecido la calidad de nuestros mensajes. Las redes sociales nos permiten compartir información pronta y masivamente, pero a cambio de sacrificar la sustancia y profundidad de nuestras comunicaciones. Las redes sociales nos condenan a tener que expresar complejas realidades en solamente 240 caracteres, o a compartir la abigarrada singularidad de nuestras emociones a través de las imágenes estandarizadas de los emoticones.
Algo similar ocurre con nuestras relaciones: el internet nos permite estar en contacto más prontamente con un universo inmensamente mayor de personas del que podríamos a través de los medios tradicionales, pero la calidad de esos vínculos tiende a empobrecerse. A través de las redes sociales hemos desarrollado la noción de amigos virtuales, es decir de personas con las que estamos vinculados mediante el internet, pero con las cuales jamás hemos interactuado presencialmente y a quienes en puridad conocemos poco. No debe llamar a sorpresa el muy sustancial incremento registrado en la última década de casos de angustia mental, depresión y pensamientos y acciones suicidas entre adolescentes y jóvenes, en Estados Unidos y otros países, atribuible a su sobreexposición al uso de redes sociales en desmedro de las relaciones interpersonales directas y sustanciales.
Además, paradójicamente, el internet, al ensanchar las posibilidades de proyección hacia nuestros entornos inmediatos y lejanos, nos va haciendo cada vez más vulnerables frente a riesgos como los de pérdida de privacidad, de ilegitima apropiación de la identidad personal, de variados tipos de fraudes, de informarnos fidedignamente, o de pérdida de capacidad para ejercer la libertad de expresión, todos ellos consagrados dentro del elenco normativo de los derechos humanos.
El internet también nos permite acceder a un universo de datos extraordinariamente mayor al que teníamos alcance antes de su existencia, pero está induciendo a generar una gran variedad de distorsiones cognitivas, pues nos induce a restringir las fuentes de información según nuestras preferencias privándonos de la necesaria exposición a la diversidad, y nos brinda datos sin la mediación analítica de los medios tradicionales. Esto está fomentando en todos los países y entornos sociales fenómenos de radical polarización política e ideológica. Al propiciar que nos informemos solamente a través de fuentes afines al pensamiento propio excluyendo otras perspectivas de pensamiento distintas, el internet refuerza nuestras convicciones y nuestra diferenciación respecto a quienes piensan distinto, aún a pesar que nuestro punto de vista pudiera estar basado en informaciones falsas o sesgadas. El “efecto túnel” y los “fake news” son fenómenos que el internet ha engendrado como resultado de su facilitación de percepciones acríticas y nada plurales de la realidad; lo cual viene desbrozando el terreno para la radicalización, la intolerancia y la xenofobia entre las personas. La masacre de Christchurch, Nueva Zelanda, ocurrida el pasado viernes 15 de marzo, prueba con gran crudeza las nefastas consecuencias que el mal uso del internet puede acarrear.
Pero los males del internet vienen propagándose también en la esfera de las relaciones internacionales, facilitados en buena medida por la falta de mecanismos de gobernanza global de las tecnologías de la información y la comunicación. El internet se ha convertido aceleradamente en ingrediente fundamental de nuestro cotidiano quehacer, pero no estamos siendo capaces como civilización de establecer una autoridad internacional para gobernarlo, o de adoptar normas globales para regular su operación. Y los grandes monopolios privados del internet (Google, Amazon, Apple, etc.) solo alcanzan a exhibir perplejidad e impotencia ante los retos que enfrentan como producto del impensado poder que han alcanzado. Es urgente propiciar la conversación global sobre cómo regular el internet para propiciar que siga siendo vehículo de bienestar y progreso, pero impidiendo se convierta en herramienta de desmedido ensimismamiento, o de destrucción, intolerancia y vulneración de derechos humanos.
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