Llamamos barbarie a las acciones que reducen al ser humano a su matriz animal, es decir, cuando hipoteca su capacidad reflexiva y, en consecuencia, pierde sus posibilidades de hacerse cargo de sus acciones. Una de las más grandes barbaries se cometió en búsqueda de una raza distinta y superior. Hitler estaba persuadido de que la suya era una raza que primaba por encima del resto pero, como lo recuerda Levinas, lo único que hizo fue reducir al ser humano a su condición biológica. Cada vez que se ha querido explicar todo el ser humano por su biología o por uno de sus rasgos no solo se cometió injusticia, sino que se propiciaron violencias de algún tipo.
En estas últimas semanas, se han viralizado videos con reacciones violentas de diversas personas: jóvenes que proferían insultos en la puerta de una comisaría, una señora agredía a una mujer policía, una joven universitaria buscaba matricularse solo con sus “pares”, entre tantos otros que evidencian lo fácil que nos resulta dar rienda suelta a nuestra condición insociable. Y en muchos casos, se repite un patrón de agresión racista. Sin un entrenamiento de nuestra capacidad reflexiva y meditativa no seremos capaces de apreciar la fraternidad única que constituimos. No existe una raza diferente, sino diferentes razas.
Esta semana además hemos visto atónitos que, en dos mezquitas de Nueva Zelanda, un australiano asesinó a 50 personas por motivos religioso-raciales. ¿Cómo se explica que aun en este tiempo en el que se promueve la tolerancia haya reacciones tan destructivas entre nosotros? ¿Cuándo se podrá poner límite a la barbarie que nos hace desear matar al otro? Y digo bien que hay un deseo de matar no solo cuando se trata del desalmado sicario, sino cada vez que las redes sociales se convierten en espacio de ninguneo, insulto, deslegitimación o destrucción. No existe una raza superior.
Ya que la ONU escogió el 21 de marzo como el día para recordar la lucha contra la discriminación racial, no deberíamos dejar pasar la oportunidad para hacer un examen de conciencia. Las declaraciones y efemérides son banales si no se acompañan de mediaciones concretas para lograr su objetivo, es decir, un mundo que experimente la alegría de la armonía. Entre otras mediaciones, al mundo y al país en particular les hace falta ejercitarse en la compasión incluso por razones egoístas ya que el primer beneficiado con esta práctica es quien se ejercita en ella: “cultivar un amoroso interés por el bienestar de otras personas produce un beneficio sorprendente y singular: el circuito cerebral de la felicidad se energiza con la compasión” (Goleman & Davidson, Rasgos alterados, 135). La compasión descubre nuestro vínculo racial.
Pero esta disposición requiere que hagamos el trabajo de educarnos en este estilo de vida y no en uno que, muy difundido en el país, promueve la huachafería que consiste en mirar al otro de arriba abajo, y en considerarlo menos o peor que yo. No creo que se trate solo de dedicar unos minutos diarios a la meditación, sino de profundizar en nuestra manera de estar juntos.
“La bondad, el afecto y la compasión son generalmente ignoradas por el sistema educativo, junto con la atención, la auto-regulación, la empatía y la capacidad de conexión con otros seres humanos” (Goleman & Davidson, Rasgos alterados, 313).
Para poner fin a la fantasía de la superioridad hace falta un proyecto de formación que no exacerbe la frivolidad, sino la profundidad. No se trata de perseguir a los que se excedieron con frases racistas, sino de entender que lo hacen porque el sistema lo ha avalado hasta ahora permitiendo la frivolidad.
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