Hemos escuchado hasta el cansancio las argucias del exfiscal de la Nación. Su conducta solo ha puesto en evidencia de qué modo se hace gala de inmoralidad. Lo triste es que se trata de un magistrado supremo. Lo hemos escuchado mentir, en repetidas oportunidades. Dijo, por ejemplo, que no era amigo del juez Hinostroza, pero las llamadas interceptadas dan cuenta que Hinostroza le organiza un almuerzo de fraternidad con periodistas. La última de varias mentiras es grotesca. Decía ignorar por completo las acciones de su exasesora y todo lo relacionado con la violación de los precintos de seguridad del lacrado de la oficina de su exasesor, pero las imágenes que lo ubican a la misma hora y en el mismo lugar que dicha persona hablan por ellas mismas. Acaso en mi ingenuidad, me he preguntado, ¿por qué miente?
Cierto, muchos mintieron durante la dictadura del nacional-socialismo en Alemania cuando fueron requisicionados en sus casas para constatar si eran judíos o si protegían o escondían judíos. No cabe duda que esta mentira fue un recurso de otro tipo. Era una defensa frente a la suspensión del estado de derecho; además, en muchos casos esa mentira supuso poner en riesgo la propia vida. Esta mentira era un acto heroico que no tiene nada que ver con lo que encontramos en este penoso momento de nuestra vida republicana. Las situaciones de excepción a la exigencia de decir la verdad son contadas y normalmente afectan la convivencia.
El mentir así como lo hace el exfiscal (y no es el único) es un acto abyecto por diferentes razones. En primer lugar, sufrimos todavía las terribles secuelas de la corrupción instituida como modus operandi por Odebrecht; hasta ahora no hemos sido capaces de recomponer nuestra confianza herida. Mentir desde el sistema de justicia prolonga la desconfianza. En segundo lugar, mentir corrompe las relaciones en la sociedad civil. En tercer lugar, mentir es romper el pacto implícito de honorabilidad que existe entre los ciudadanos.
Felizmente hoy no se puede mentir y quedar a salvo. Pero esta institución de la mentira debe invitarnos a pensar en varios frentes. Por ejemplo, toda indignación frente a la mentira es comprensible, pero tal vez se deba mesurar el lenguaje de irritación. En efecto, de un tiempo a esta parte, tanto en twitter como en otros medios de redes sociales se destila violencia y odio que tampoco parecen ser la respuesta que necesita una sociedad civil en camino hacia el bicentenario.
En la carta del presidente de Francia a todos los franceses publicada ayer, 14 de enero, con la que busca responder a la crisis popular generada por las últimas decisiones gubernamentales, Emmanuel Macron, señala que hay una condición central para que haya un diálogo en la república: “no aceptar ninguna forma de violencia. No acepto la presión y el insulto, por ejemplo, contra los representantes electos del pueblo, no acepto la acusación general, por ejemplo, de los medios de comunicación, los periodistas, las instituciones y los funcionarios públicos. ¡Si todo el mundo ataca a todo el mundo, la sociedad se deshace!”. En especial esta última frase debería resonar en nuestra nación que se indigna pero que quiere hacerse mejor y sobre todo que quiere tener mejores respuestas que las que ofrecen tres o cuatro energúmenos con los que no debemos identificarnos. Frente a la corrupción no vale cualquier respuesta; vale sobre todo discernir lo que debemos decir y hacer.
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