Educar para el ejercicio responsable de la libertad personal, es una idea que puede resultar una “verdad de Perogrullo”. Pero es algo que no se debe olvidar. Porque el centro de la vida moral, en sociedades seculares o en proceso de secularización, se encuentra en la autonomía subjetiva. En efecto, mientras la religión era el elemento estructurante de lo moral, se podía confiar que ella brindase los elementos normativos para la vida colectiva. Sin embargo, tras el “ocultamiento de lo religioso”, es fundamental establecer otro centro de gravedad ético. Y este es, probablemente, la autonomía responsable del sujeto.
Hemos ganado en conciencia de la libertad individual y colectiva, al menos en estas partes del mundo. Buscamos la libertad y la defendemos porque es el modo de tener posesión sobre nosotros mismos. Asimismo, hemos construido un aparato legal-normativo a fin de cautelar esa libertad estableciendo una serie de derechos. Además, según las sociedades, se ha puesto énfasis educativo, desde los niveles más básicos, en la defensa y promoción de esos derechos, sobre todo en la últimas dos o tres décadas. Pero, ¿es suficiente? Es decir, ¿basta con formar a los niños y jóvenes en la defensa de sus derechos individuales?
Es obvio que resulta muy positivo educar a las personas con un claro sentido de hacer respetar sus derechos individuales, sobre todo en países que han experimentado largos periodos de relaciones asimétricas y discriminatorias, como el Perú. Sin embargo, tan importante como educar en la defensa y promoción de los derechos individuales, es formar a los niños y jóvenes en el uso responsable de la libertad ¿Por qué? Porque el principio de responsabilidad nos interpela y nos obliga a ser cautos y prudentes con el ejercicio de la libertad. El principio de libertad responsable nos impone limitarnos y ser justos, pues aprendemos a asumir las consecuencias de nuestras decisiones sobre nuestras vidas y las vidas de los demás.
En la conciencia de la libertad responsable nos descubrimos como sujetos autónomos. El peso de la situación moral recae sobre cada uno de nosotros según las funciones que desarrollemos socialmente. En este aprendizaje, calculamos racionalmente nuestros actos pues reconocemos los efectos de nuestras decisiones. Con madurez, vamos distinguiendo qué está en nuestras manos decidir y qué está fuera de ese margen de acción. Asimismo, aprendemos a superar el “espejismo” social estructural. Es decir, la explicación justificadora que considera que nuestras decisiones están determinadas por estructuras externas a nosotros. Según esta postura, hay ciertas fuerzas exteriores (la historia, la cultura dominante, la estructura económica, etc.), las que “toman decisiones” por nosotros. En esa perspectiva, cada persona es una especie de “títere” de potencias trascendentes al sujeto. Así, bajo ese criterio, no podríamos responsabilizar a ninguna persona por sus crímenes y sus fechorías. Pues serían las “estructuras del mal” las que ocasionan perjuicios y daños y no personas de carne y hueso. Y hasta donde sabemos hacer el mal o el bien es una decisión personal. Es decir, es un ser humano concreto el que decide matar, robar, violar, maltratar, mentir, etc. Y es una persona específica la que toma la decisión de ayudar, de cuidar, de trabajar, de socorrer, de decir, la verdad, etc.
Es claro que existen condicionamientos exteriores a la libertad personal. Hay una “ecología” de la libertad que es innegable. Pero tampoco ayuda mucho en términos ético prácticos consolarse con la explicación sociocultural y estructural de las conductas morales. Pues no podríamos educar a un niño o un joven sobre la importancia de hacer un uso responsable de su libertad. Se tendría que esperar hasta el final de los tiempos para que se diluyan, por causas inentendibles, las “estructuras del mal”. O, en su defecto, que toda humanidad decida abolir, por decreto, el mal del mundo.
Por ello, si pretendemos formar a mejores ciudadanos, dispuestos a colaborar en la construcción concreta y efectiva de una vida mejor, quizás sea el momento de poner de relieve la educación para la responsabilidad personal. Donde cada sujeto aprende a reconocer que sus decisiones tienen consecuencias sobre su vida y la vida de los demás, y actúa, por lo tanto, con mayor prudencia. Ser libres es uno de los rasgos de nuestra condición humana. Pero sin responsabilidad pierde su razón de ser.
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