En doscientos años de vida republicana podemos ubicar varios momentos de gran dificultad, donde diversas circunstancias se entrelazaron para evidenciar una crisis terminal que ponía fin a un periodo. Así, hemos asistido en nuestra bicentenaria república a algunas “muertes” y “resurrecciones”. Sin embargo, estas caídas no se convirtieron en aprendizaje colectivo, a fin de crecer como país.
En 1883, tras la Guerra del Pacífico, el Perú sufrió su primera gran devastación. Que tuvo sus causas profundad en medio siglo de desgobierno, caudillismo corrupto e improvisación. Esta guerra no solo ocasionó la muerte de miles de compatriotas. También, la pérdida de parte del territorio y la ruina del estado. Se logró salir de esta situación gracias la exportación de recursos naturales. Pero no se hizo lo esencial: incorporar a la ciudadanía republicana a la mayoría de nuestros pobladores. Craso error, producto del prejuicio y de la discriminación.
En 1932 el Perú estuvo a las puertas de la guerra civil. El final del oncenio de Leguía coincidió con el inicio de la Gran Depresión de los años treinta y el auge de los conflictos ideológicos a escala global. La oligarquía, heredera de la “república aristocrática”, no permitía la incorporación política de fuerzas sociales alternas. Más bien, se concentró el poder en una casta poco dispuesta a incorporar a la mayoría de los peruanos a un proyecto de ciudadanía ilustrada. Las marchas y contramarchas de las siguientes décadas, evidenciaron los niveles de conflicto entre las fuerzas de control oligárquico y las tendencias disruptivas frente a las primeras.
Hacia finales de la década de los ochenta, el desborde popular y la guerra interna iniciada por los grupos subversivos se encontraban en su cenit. Ambas no solo se desarrollaban en medio del de la crisis del brevísimo “modelo desarrollista”. Había una situación de transformación integral, en la que se sumaba el final de la experiencia socialista en el mundo, el término de la “guerra fría” y la expansión del modelo austro monetarista a escala global. Así, el ocaso de cierto estado, y la sospecha hacia lo político, se expresaron plenamente en 1990.
Se pensaría que, tras la guerra interna y el desborde popular que dio en simultáneo, nos obligaríamos a construir las bases de una sociedad de bienestar, incluyendo a la mayoría de los peruanos a un proyecto de ciudadanía ilustrada, reconstruyendo nuestra república y tomando en cuenta la magnitud de la tercera devastación social y cultural, la de 1990. Pero no fue así.
Después de tres décadas de crecimiento económico primarizado, pero sin real inversión social, nos alcanzó la pandemia del 2020-21. Y a esto se sumaba una informalidad laboral descomunal, una dependencia científico-tecnológica lapidaria y la ausencia de una política de diversificación productiva. Y, como cereza de la torta, el vertiginoso proceso de corrupción transversal.
Así, llegamos a nuestra cuarta devastación. Porque el tiempo transcurre, llegará ser parte del pasado. Y, sin duda, se tomarán acciones para mitigar sus estragos. Sin embargo, debemos extraer varias lecciones de esta tragedia actual, cuyos efectos negativos se han profundizado porque nuestros servicios públicos ya estaban colapsados desde hace mucho tiempo. Por ello, nunca más debemos permitir que servicios fundamentales como la salud y la educación públicas se encuentren en tal situación de abandono. Tampoco, aceptar que ambos estén destinados a la caridad con los pobres. Esa perspectiva despreciativa hacia los servicios públicos fue el talón de Aquiles de nuestra sociedad. Pues fue la causa material del divorcio social y cultural del país. Asimismo, en este aprendizaje debemos procurar que el empleo adquiera el máximo de formalidad posible, a fin de que sea vehículo de realización de las personas. La precarización del trabajo ocasionó la informalidad que acrecienta el colapso social pandémico. El empleo informal erosiona la productividad y hace imposible toda estabilidad material y emocional del trabajador. Esperemos que, tras la cuarta devastación, la reconstrucción nacional nos lleve hacia una sociedad inclusiva, democrática y autónoma. Si no, este sufrimiento habrá sido en vano una vez más.
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