A fines de febrero y primeros días de marzo, en Madrid, durante un viaje que combinaba las vacaciones y la actividad académica, la oleada de noticias alarmantes provenía, fundamentalmente, de Italia, y, en menor medida, de Francia y de la costa mediterránea española. Mi hija mayor, desde Lima, nos preguntaba si estábamos bien, porque las noticias eran cada vez más aterradoras. Con una fuerza ciclónica, en solo una semana, vimos, mi esposa y yo, cómo, uno a uno, los países de Europa cerraban sus fronteras. Felizmente, llegamos a Lima antes de la cuarentena aeroportuaria, previa a la reclusión general.
A mediados de marzo, el confinamiento estaba en camino de ser global. Viendo la edición de Foreign Affairs de aquellos días, leí el magnífico ensayo de Branko Milanovic, El verdadero peligro de una pandemia es el colapso social, que me hizo recordar un libro fundamental, que había utilizado para mis clases universitarias, La gran depresión medieval. Siglos XIV-XV. El precedente de una crisis sistémica, del historiador francés Guy Bois. La cuestión era alarmante: si no se conjuraba la pandemia, el mundo como lo conocemos, podría derrumbarse en cadena cual fichas de dominó. Y, con ocho mil millones de humanos sobre la faz de la tierra, el asunto no es tan simple. ¿Qué hacer en esas circunstancias?
¿Resiliencia? ¿resignación? ¿” nueva normalidad”? Más allá de las frases y las alocuciones de autoayuda, se debía enfrentar el problema. Los sistemas económicos se habían paralizado momentáneamente y, en esas circunstancias, los estados debieron, con mayor o menor fortuna, asumir los costos sociales del confinamiento. Sin embargo, sostener con recursos públicos las necesidades sociales y económicas por un tiempo indefinido, es prácticamente imposible. Más aun cuando los países subdesarrollados, como el nuestro, presentan altos índices de trabajo informal y de vulnerabilidad en sus servicios sanitarios.
Claramente la reducción de los efectos del “colapso social” pasaba por la creación de una vacuna que nos inmunice contra el Sars Cov2. Y aquí asistimos a la gran divergencia de nuestra época, la misma que no es un secreto: sociedades que han unido ciencia y poder y sociedades que funcionan al margen de esta relación. Nuestro país, mi país, se encontraba en ese segundo grupo. Y trágicamente, día tras día, observaba innumerables hechos que confirmaban la premisa anterior: el Perú en sus doscientos años de vida republicana no había logrado vincular el conocimiento metódico y organizado a la esfera de sus decisiones gubernamentales y corporativas.
Bajo diversas variantes, ese ha sido núcleo de gran parte de los textos de esta columna semanal, de mis artículos en otros espacios y de gran parte de mis intervenciones públicas ¿Por qué? Porque soy un convencido que el Perú no alcanzará su verdadera independencia si no logra tener un proyecto de país que ensamble el conocimiento con el poder. Es decir, la autonomía que proviene de la investigación científica en todas las áreas del saber y que se vincula con las decisiones públicas. No podremos alcanzar esa ansiada autonomía, la genuina independencia, si nos limitamos a exportar piedras indefinidamente o si nos circunscribimos a vendernos comida a perpetuidad. Ambas, piedras y comida, son, también, dos metáforas de una parte importante de nuestros rasgos culturales y de nuestras prioridades.
Observar desde la tribuna de los pobres la carrera hacia la vacuna, en medio de una crisis política y social descomunal, ha sido algo extremadamente triste. Porque diez o quince naciones poseen las fortalezas científico-tecnológicas (y los recursos económicos) para salvar a sus sociedades y, de paso, ayudar a los países de la periferia. Países extremadamente pobres como el Perú, que hacen fila esperando la “poción mágica” que nos devuelva, en algo, a la vida anterior. La COVID-19 nos reveló frágiles e incapaces. Y eso es lo más duro de asimilar. Por el bien del Perú, debemos aprender a caminar solos. Y el saber científico es una de las claves ¿Adiós la tierra encantada? Para no seguir esperando a las todas vacunas del futuro. Sí.
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