A mediados de la década de los 2000, tanto la Academia como diversos organismos multilaterales –como el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo y el Fondo Monetario Internacional– plantearon esta suerte de paradigma denominado Trampa del Ingreso Medio (middle income trap). Es la situación en la cual países que experimentan un rápido crecimiento del PIB, y por lo tanto alcanzan el estatus de ingresos medios (como consecuencia de incrementos sostenidos de la productividad laboral), luego no logran superar ese rango de ingresos, rezagándose de la tendencia hacia la convergencia de la renta per cápita con respecto a países más desarrollados.
¿Qué nos dicen los gráficos 1, 2 y 3? El primer gráfico nos muestra la evolución en términos absolutos del PBI per cápita de nueve economías de América Latina (AL). Obsérvese que a inicios de los años 90 la economía peruana se encontraba muy rezagada comparada con el resto de sus vecinos. Pero lo que nos dice el segundo gráfico es que tres países en AL han liderado la velocidad en el incremento de la renta per cápita en los últimos 30 años: Panamá, Chile y Perú (en ese orden). Ya es bastante conocido que Perú y Chile disminuyeron sustancialmente los niveles de pobreza y pobreza extrema (hasta antes de la pandemia de la Covid-19) y que consecuentemente incrementaron las familias de clase media. Sin embargo, si observamos el tercer gráfico, podemos afirmar que en el año 2019 las productividades medias laborales de los países de la Alianza del Pacífico equivalen (en promedio) a menos del 25% respecto de los Estados Unidos, situación no muy dispar con relación a la posición relativa observada en 1990. Algunos países de América Latina hemos hecho nuestra labor mejor que otros, pero el esfuerzo ha sido insuficiente.
Incluso en términos de la desigualdad en la distribución del ingreso, la tendencia ha sido la adecuada, como se puede apreciar en el gráfico número 4.
Resulta algo paradójico observar que en Chile se viene elaborando una nueva Carta Magna a través de la denominada Convención Constitucional, y que a mediados del próximo año se deberá realizar un plebiscito para aprobarla o rechazarla. En paralelo, en el Perú se discute sobre la viabilidad política del cambio constitucional, aduciendo un supuesto “agotamiento del modelo neoliberal”. En ambos casos se reclama, entre otras cosas, una mayor intervención estatal bajo el “enfoque de derechos”. ¿Es este el camino correcto?
En la esfera económica, la respuesta a este cuestionamiento parece ser evidente: el modelo de economía social de mercado es la opción más racional –con el respaldo de la evidencia empírica– para promover un incremento de la renta per cápita (productividad media laboral) en términos sostenidos. El sector privado es el motor para la generación de riqueza y el Estado (eficiente) debe asegurar una óptima redistribución del ingreso (compensación social) para aproximarse al ideal de la igualdad de oportunidades en la “partida”. En este camino, se puede evaluar una serie de ajustes: como pasar del trickle-down al trickle-up, de implementar con mayor o menor intensidad la denominada política de desarrollo productivo (una nomenclatura amigable de la tradicional “política industrial”), mecanismos para evitar la corrupción, entre otros.
La filósofa estadounidense Elizabeth S. Anderson, profesora en la Universidad de Michigan, hace una interesante digresión entre el concepto tradicional (y material) de desigualdad distributiva (medida generalmente por el coeficiente Gini) y lo que ella llama desigualdad relacional o democrática (relational inequality). Para un mejor entendimiento, se refiere a la percepción de vivir en un “país justo”, con base en las relaciones interpersonales, territoriales y raciales: reunirse como iguales, sin importar de dónde vienes o hacia dónde vas. En términos prácticos, la percepción de vivir en un “país injusto” llevaría a un fraccionamiento o frustración aspiracional, que probablemente pueda tomar cauces o expresiones en el ámbito político.
Si a este factor cultural –como lo podría denominar el profesor David Rose– le sumamos la relativa frustración que nos puedan generar los números observados en el tercer gráfico del presente artículo (las brechas de productividad y bienestar entre los países), podríamos plantearnos algunas hipótesis de trabajo sobre los tiempos políticos disruptivos (y gramscianos) que se viven en Chile y en Perú, y que ya han anclado hace buen tiempo en otros países de América Latina (y el Caribe), con las conocidas consecuencias.
Es una condición existencial compleja la de América Latina, que, cual castigo de Sísifo, parece condenada a no aprender de su historia y volver al ritmo pendular.
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